Uno ya no sabe qué esperar del cine y qué de la televisión. La frontera entre ambos territorios empieza a desdibujarse de tal manera que ya no importa si la historia está fragmentada en un capítulo o en una temporada. Lo único que importa, lo ... único que realmente divide es la historia; que haya algo que contar. Hace poco hablamos de 'El ferrocarril subterráneo', de Barry Jenkins. A mí me bastó un capítulo para intuir que estaba ante algo formidable. Pero ahora, al llegar al final, puedo afirmar y afirmo que lo es. Cada episodio es una película que bien podría haberse estrenado en una sala. La más grande y elegante de las salas que puedan imaginar. Una sala para diez ovaciones seguidas.

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La historia en 'El ferrocarril subterráneo' lo impregna todo. Hay una historia en el texto, es decir, en la acción, en los diálogos, en la trama. Pero hay una historia en la imagen y el sonido; una historia tan apabullante, tan hermosa, que merecería el mejor de los análisis. A mí particularmente me fascina cómo ciertos sonidos imitan al del tren: la escoba, el látigo, el carro, el trapo que frota en el suelo las manchas de sangre... La música, maravillosa, se lee como un poema. Como la imagen que, a veces, son versos en movimiento que no se pueden explicar con palabras. Imágenes que, por cierto, no están ahí por el mero placer visual. Todas tienen una intención narrativa, una intención tan poderosa que, si quitáramos los diálogos, entenderíamos por ósmosis lo que está pasando. Hay momentos, incluso, que siento texturas en mi propia piel: la tierra y el agua, el sol y la noche, la sangre y la lágrima.

Es una serie, pero hacía tiempo que no veía tan buen cine. Cine, si no en la forma, en el fondo, más honesto.

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