Ya que esta es la última columna del año, quería contarles un maravilloso cuento de Navidad; una historia real que sucedió en un cine de Granada, esta semana. Vamos allá: Érase una vez un colegio que, para celebrar el fin de trimestre, se llevó a ... sus alumnos al cine, a unas sesiones matinales pensadas exclusivamente para las aulas (una idea, por cierto, que me parece gloriosa. ¿Por qué no existió en mis tiempos?). A los chavales les dieron a elegir película y, en un gesto de inteligencia suprema, decidieron ver 'Spider-Man: No Way Home'. Entre los zagales había uno, sentado en las primeras filas y vestido con una llamativa sudadera amarilla, al que llamaremos Tomás: nuestro héroe.

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Cuando la película terminó y aparecieron los títulos de crédito en pantalla, los profesores pidieron a los chicos y chicas que salieran de manera ordenada. Algunos hicieron caso y abandonaron la sala, bromeando con sus amigos. Tomás, de once años, no se movió. Hay que decir, y esto es importante, que en la sala había chavales de 11 a 16 años. Los mayores más listos, los que sabían que una película Marvel no se acaba hasta que acaban los títulos de crédito, tampoco se movieron de su asiento. Pero los pequeños, todos, se fueron de la sala. Así que, en cuestión de segundos, Tomás era el único que quedaba de su clase. Allí. Solo. Un punto amarillo en mitad de butacas negras. Una estrella.

«Venga, Tomás, sal ya», exigieron los profesores, nerviosos. Pero Tomás no se movió por más que le insistieron. Fue tanta su épica entereza que, poco a poco, los niños que habían salido volvieron a la sala a sentarse con él y ver, efectivamente, la escena post-créditos. Si yo hubiera estado allí, en aquel momento, habría aplaudido. Ese niño, Tomás, siempre en mi equipo. Qué grande eres, chaval.

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