Vivir todas las vidas
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Construye sus personajes con materiales modestos y nobles. Sobre ellos recae todo el peso de sus novelasMiguel Delibes tendía a interponer entre él y su obra una barrera de pudor y reticencia. Bastaba atravesarla para comprobar que sus ideas sobre el oficio del escritor resultaban más originales y sugestivas de lo habitual. Cuando se le preguntaba por la construcción de sus ... personajes, restaba importancia al tópico de la observación. En su opinión, el trabajo del novelista no consistía tanto en observar el exterior como en mirar en su interior y ser capaz de vivir las vidas que no tuvo. Para conseguir que sus personajes resulten verdaderos, el novelista debe recorrer en la ficción los caminos que en la realidad dejó a un lado. Desdoblamiento, lo llamaba Delibes. Y lo resumía en una frase: «Yo no soy así, pero pude ser así».
Atendiendo a esa teoría, Miguel Delibes -catedrático de universidad y director de un periódico, además de novelista que conoció el éxito con su primera novela- fue un representante arquetípico de cierta clase media liberal e ilustrada, pero también un niño de pueblo al que apodan 'El Mochuelo', otro niño que presenta un perfil de santo o profeta entre la miseria y las ratas, un anodino funcionario de provincias que ya jubilado se casa con su doméstica, el labriego analfabeto de un cortijo que sabe leer el vuelo de los pájaros o un comerciante de pieles que abraza el protestantismo en el Valladolid del siglo XVI.
Se trata, como se ve, de vidas variopintas. Pero los personajes de Delibes tienen poderosos rasgos en común. Abundan entre ellos los niños, los solitarios, los ancianos, los humildes. Es frecuente que sus vidas tengan algo de parábola ética y de empeño personal, de búsqueda en definitiva de una existencia auténtica que en ocasiones pasará por alguna forma de rebelión. Muchas veces su relación con la naturaleza será un rasgo fundamental de su carácter. Del mismo modo, es habitual que su mirada sobre el mundo sea resignada y pesimista, melancólica, y que esa mirada nunca se desvíe demasiado de la certeza de la muerte.
Hay algo más. Los personajes de Delibes están construidos con materiales modestos y nobles. No hay en ellos la menor sofisticación. Nunca sirven como la encarnación de teorías. Incluso sus nombres son comunes, cuando no tienen sencillamente un apodo. Su discurso está tan pegado al suelo que terminan siendo los modismos que utilizan los que terminan dotándolos de originalidad. Y, sin embargo, todo el peso de las novelas de Delibes recae sobre ellos. No están al servicio de un propósito mayor. Ellos son el propósito y el autor lo explicó cuantas veces como pudo: «Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza».
El éxito de Delibes está en que, como sucede con Dickens o Galdós, al pensar en las criaturas que habitan sus libros es casi automático imaginarlas en una especie de lugar compartido. Son tan de carne y hueso que nos resulta imposible que no vivan juntos en algún lugar borroso que nos es reconocible. En él conviven los niños Pedro y Alfredo de 'La sombra del ciprés es alargada' con Daniel 'El Mochuelo' y Germán 'El Tiñoso' de 'El camino'; el severo burgués Cecilio Rubes de 'Mi idolatrado hijo Sisí' conversa con el Eloy de 'La hoja roja', que ha descubierto al jubilarse que se le agota el librillo de la vida; el tío Ratero y el Nini de 'Las ratas' se asoman curiosos a la habitación en la que Menchu Sotillo vela eternamente el cadáver de su marido Mario; el Pacífico Pérez de 'Las guerras de nuestros antepasados' espera su ejecución en compañía del señor Cayo, que sigue sin hablarse con el único vecino que tiene en el pueblo y recuerda cuando llegaron aquellos jóvenes con propaganda electoral; en otra esquina, Paco y Azarías de 'Los santos inocentes' no entienden eso que les cuenta de Lutero el Cipriano Salcedo de 'El hereje'.
Entre todos ellos, hay un personaje que se parece un poco más que el resto a Miguel Delibes. Se trata de Lorenzo, el protagonista de 'Diario de un cazador', 'Diario de un emigrante' y 'Diario de un jubilado'. Es un español corriente que envejece al tiempo que su autor y comparte con él la pasión por la caza. Cuando Lorenzo se jubiló de su puesto de bedel de instituto, Delibes ganó el Cervantes. Y en su discurso habló de sus personajes, explicando su relación con ellos ya en pasado: «En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían sorbido poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada y una apariencia de vida. Mi entidad real se había transmutado en otros, yo había vivido ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción».
Al final de aquel discurso, Miguel Delibes explicó que los amigos le recomendaban que, una vez superados los setenta años, lo que tenía que hacer era mantener la cabeza en forma. «¿Qué cabeza?», se preguntaba, melancólico y travieso, el escritor. «¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo?»
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