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Ponerle a un libro el título de 'En Auschwitz no había Prozac' puede resultar, así de primeras, hasta un poco ofensivo, ¿no? No tanto por lo evidente -que no había Prozac en el campo de exterminio, que el dolor, las penurias, el miedo, toda la ansiedad por la vida y por la muerte había que vivirlos a pelo-, como porque parece que establece una comparación entre aquella realidad de entonces y esta, de ahora y no tan ahora, que lo del Prozac se usa desde hace mucho, y, es irremediable, el dolor, las penurias, el miedo, toda la ansiedad por la vida y por la muerte que se vive en la sociedad contemporánea, comparados con los del campo, pierden siempre. Como si fueran menos. Como si no significaran nada. Regodeos de posmodernos. Lo que equivale a decirle a la gente que no sufre, que cree que sufre, pero no.
No es eso sin embargo lo que hay detrás del libro de tal título. Lo que hay es la historia de una mujer, Edith Eger, que sobrevivió a Auschwitz y, tras emigrar a Estados Unidos, llegó doctorarse en Psicología y a 'trabajarse' sus heridas con el neurólogo, psiquiatra y filósofo Viktor Frankl, otro superviviente del Holocausto que se convirtió en referencia gracias a sus estudios sobre la necesidad de contar lo vivido (en 'El hombre en busca de sentido' lo explica muy bien). Eger asumió que solo superando el trauma se podía ser feliz, y lo logró. De su propia experiencia sacó enseñanzas para tratar a sus pacientes en su clínica en La Jolla, California, y para formar a otros profesionales en la Universidad de California. Con todo eso, estructura este 'En Auschwitz no había Prozac' (Planeta); son doce capítulos cargados de consejos prácticos y reflexiones sobre cómo vivir en libertad, cómo trascender el dolor y cómo sanar las heridas. Es decir, de cómo vivir, pese a todo, en todo el sentido de la palabra.
Este no es su primer libro. Hace un par de años se podía leer en castellano, en la misma editorial, 'La bailarina de Auschwitz', que no es otra cosa que su historia. Eger no iba para psicóloga, sino precisamente para bailarina, y para deportista olímplica (pero como era judía no la dejaron participar en las Olimpíadas de Berlín). Adoraba el ballet, mientras que sus dos hermanas ponían la música, ya que eran pianista y violinista. En 1944 tenía ya 16 años (nació en 1928, en un lugar de Hungría que hoy es parte de Eslovaquia), las ideas medianamente claras y todo por delante... y lo que ocurrió fue que llegaron los nazis y la familia acabó en el campo de exterminio. Padre y madre fueron enviados a la cámara de gas nada más pisar ese infierno, pero Edith y una de sus hermanas (la otra no fue apresada, afortunadamente estaba en otra ciudad) sobrevivieron. La bailarina, tal y como contaba en aquel primer título, lo hizo bailando el 'Danubio Azul' para Josef Mengele, el médico torturador y violador de tantas presas como ella.
Fue un año de tormento del que las hermanas salieron, destrozadas físicamente -Edith ya no podría hacer ballet-, pero deseando recuperar la vida. La psicóloga recordaba siempre la frase que le había dicho su madre poco antes de desaparecer: «Nadie puede quitarte lo que pones en tu mente». Y en su mente estaba el afán de vivir. De llevar una existencia que mereciera la pena. Se casó y tuvo tres hijos, emigró, se enfrentó al silencio que, durante décadas, acompañó a los supervivientes. Convivió con el estrés postraumático, los ataques de pánico, las ganas de tirar la toalla... Y en algún momento inició el proceso de curación a través de la terapia. Como Frankl le enseñó, contar es fundamental. «Lo opuesto a la depresión es expresión. Lo que logra salir no te enfermará», dice.
También dice que ha perdonado hasta a Hitler, porque lo contrario es vivir agarrada a un odio que a la única a la que perjudica es a ella misma -cierto: a Hitler qué le importa-. Con el peso del rencor no se baila bien; y aunque el ballet se quedó en el pasado, el placer de bailar lo recuperó Eger con el swing que le dieron a conocer los soldados estadounidenses. El swing que aún sale a bailar un día por semana. Es su particular «si la vida te da limones, haz limonada».
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