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A Isabela Figueiredo la vestían completamente de blanco, de la cabeza a los pies, y daba igual cuántos grados de temperatura hiciera en el lugar en el que vivía, que tenía que llevar los leotardos de encaje blanco, el vestido de tela gruesa y ... almidonada bien blanca, los zapatitos impolutos. No podía echarse ni una mancha y eso, cuando se tienen cinco, siete, ocho, diez años es una cosa muy complicada. Sus largas trenzas rubias tenían que aguantar también indemnes las inacabables jornadas de una infancia de campos de tierra, de árboles cargados de frutas en el jardín, de divertidos perros de los vecinos. Isabela debía comportarse como la niña bien que en realidad no era: sus padres eran dos portugueses emigrados a Mozambique y allí, en la colonia, estaban por encima de mucha gente -la gente pobre y sucia local-, pero no eran ricos. Como le decía su padre, ellos vivían con desahogo, nada más. Pero tenían que marcar, de muchas maneras, que eran mejores que los nativos.
Figueiredo (Lourenço Marques en 1963, cuando ella nació; Maputo a partir de aquel 1975 en que el país logró la independencia) tardó mucho tiempo en escribir sobre su infancia mozambiqueña, porque la cosa no era nada fácil. El amor intenso por aquel padre que fue su guía durante los primeros trece años de su vida se transformó pronto en una oposición absoluta a todo lo que él representaba. Las diferencias ya iban surgiendo mientras vivían juntos y ella era la niña de ropita blanca que tenía prohibido jugar con los niños negros, pero cuando la enviaron, a punto de entrar en la adolescencia, a vivir a una aldea de Portugal -y la familia estuvo separada durante una década entera-, la relación se rompió del todo. Solo cuando el padre ya estaba muerto, la autora portuguesa se atrevió de verdad a escribir sobre sus recuerdos; antes solo había podido ficcionar sus raíces africanas.
'Cuaderno de memorias coloniales' (publicado en su país en 2015, ahora por Libros del Asteroide en español) es la historia de los emigrados y retornados como nunca se había contado, señala la escritora. Ni grandes haciendas, ni fascinantes relaciones entre la población local y la gente de la Metrópoli, ni exuberancia ni realismo mágico ni una añoranza romántica. Nada de apellidos ilustres, nada de árbol genealógico maravilloso que crece y crece en las colonias entre artistas internacionales y colorido nativo. Nada de alianzas entre los criados y los señorones. Esta es la versión de la hija del electricista, la que ve cómo un trabajador portugués trata a los trabajadores mozambiqueños, cómo los emigrados blancos buscan a las mujeres negras y abusan y se ríen de ellas mientras sus esposas señalan a esas mismas mujeres por ser vulgares, fáciles, sexuales.
A la niña le exigían que no se manchara, como se pide, sin necesidad de pedir, a los niños que no se enteren de nada y no se metan en cosas de mayores. Pero los encajes de Figueiredo se fueron ensuciando al tiempo que en su cabeza empezaron a surgir muchas preguntas sobre esa diferencia obligada entre los otros y ellos, sobre los distintos tratos, sobre la violencia, sobre los sueldos que no se pagan, sobre la explotación. Y cuando la mandan a vivir con su abuela y le piden que cuente a los portugueses de la Metrópoli cómo los mozambiqueños se han vuelto en contra de los emigrados -cómo los matan, violan, despedazan: «la verdad», le dice el padre-, ella no lo hace. Es su traición, con la que vive. Porque su verdad no coincide con la de sus mayores.
Además, en Portugal nadie quiere oír lo que la gente como ella quiere contar. La insultan, la acosan, se burlan de ella. Los retornados de clase trabajadora -los que vuelven fracasados por completo, fracaso sobre fracaso- son apestados. Sus historias ni se escuchan ni se escriben. No hay nada bonito en sus vivencias. «Un desterrado es también una estatua de culpa. Y la culpa, la culpa, la culpa que dejamos crecer y enredarse como una enredadera indecisa, nos ata al silencio, a la soledad, al incomprensible destierro», escribe ella.
El destierro de Figueiredo es de su propia familia, pero al menos ha tenido palabras para salir del silencio con libros como 'Conto É Como Quem Diz', que recibió el premio de la Mostra Portuguesa de Artes e Ideias, y 'A Gorda'.
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