Luis Manuel Ruiz
Sábado, 22 de junio 2024, 00:17
La hija pequeña del zar estaba delicada. Nadie sabía exactamente en qué consistía el mal que le arrancaba el color y llenaba su mesilla de frascos y cuentagotas: el caso es que la pobre chiquilla miraba llegar a médicos y santones con un vidrio de ... ausencia en los ojos, sin que sus perennes suspiros llegaran a convertirse en palabras.
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En verano, la familia imperial se mudó a Tsárskoie Seló. Y algo debió de suceder en aquel trance que la niña convocó gravemente a todos para anunciarles su última voluntad: quería viajar. El tren la había deslumbrado: sentir el empujón de la inercia en los omóplatos, el temblor de las traviesas bajo los pies; ver acercarse bosques y colinas y campanarios y postes de telégrafo y luego salir huyendo como una esperanza o un miedo que no llega a definirse del todo: quería dedicar a ello lo poco que le restaba de vida. Pero, ay, dijeron los médicos, la salud de la princesa no soportaría una prueba semejante. Los rigores de un viaje en tren a través de Siberia, que es lo que ella pretendía, podían acelerar el desenlace.
De modo que un ministro compasivo, con debilidad por los niños, tuvo una idea. Desengancharon uno de los coches del rápido de Moscú, lo adornaron con apliques y cueros, lo atornillaron en un riel especialmente diseñado al efecto e hicieron que la princesa se sentara en el compartimento principal, frente a la ventana. Y luego, mediante un complejísimo sistema de poleas y contrapesos, pusieron a correr delante de la ventana puentes, bosques, postes, campanarios. Día tras día, y noche tras noche, impulsada por mulas y campesinos, la máquina hacía girar la estepa frente al cristal; cuando, debido al agotamiento, sugerían a la niña que se imponía un alto, ella se negaba con un timbre de pánico en la garganta: el viaje no cesaría jamás.
Con el invierno llegó la revolución, el olor a pólvora, la niebla. Los bolcheviques se abrieron paso por los pabellones de Tsárskoie Seló hasta un misterioso vagón varado frente a los arces. Dentro, entre cojines, había una niña muerta. Un comisario compasivo, que también tenía debilidad por los niños, oyó su historia y mandó que la embalsamaran y la sentaran en una urna, frente a la ventana, para que pudiera seguir mirando. Sí, es la niña disecada del expreso de Vladivostok que tanto gusta a los turistas.
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