ÁLVARO ARBINA
Sábado, 4 de agosto 2018
Se contornean las tijeras sobre las mesitas de clase. Los niños recortan figuras del catálogo ilustrado. Taxis, ambulancias, perros, carritos de bebé, abuelos con bastón, neveras, frigoríficos, televisores... Cada niño tiene su propio cuadernillo. Editorial Anaya, dice en la cubierta, en las hojas de cartulina ... y sin colorear, de modo que la tarea se prolongue al día siguiente con rotuladores y lápices Alpino. Las figuras no se distribuyen al azar dentro de los cuadernillos. Se agrupan en grandes bloques, ha dicho la profesora. Bloques sí, como los bloques de hielo. Los han repasado al inicio de la clase, en voz alta. Cosas de casa. Cosas de la calle. Cosas de niños. Cosas de mayores.
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Los niños se relajan mientras contornean las figuras. No hay chillidos ni estridencias. Sólo un rumor apacible, de voces infantiles que charlan mientras se hipnotizan con el susurro de las cartulinas, que al cortarse parecen mordiscos suaves de manzana.
– Mi aita tiene un ojo de cristal.
– Ya, y mi aita también.
– Mi aita se lo quita por las noches y lo mete en un tarro con agua. Así no se le seca y puede ir a trabajar.
– Mi ama y yo jugamos a las velas.
La profesora supervisa el trabajo de los niños, que apilan las figuritas divididas por grupos, como los cromos y las cartas coleccionables de Panini. Se acerca a Andrea, que charla con sus amigos animadamente.
– ¿Sigues jugando a las velas con ama, Andrea?
La niña recorta una bicicleta de paseo, con una cesta en el manillar, llena de verduras y con dos barras de pan. Asiente.
– Ayer por la noche jugamos, cuando se fue la luz.
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– ¿Se va la luz muchas noches?
– En Semana Santa se fue durante cinco días. Pero ama nunca me deja encender las velas.
Suena la sirena y la calma se rompe como si la sirena fuera un balón y la calma, un cristal. Una vez se rompió el ventanal de la clase, que da al jardín y a los balonazos del campo de fútbol. Los niños estaban en el recreo y nadie se lastimó, pero todos oyeron la cascada de cristales. Chirrían sillas contra el suelo, golpetean gomas de carpeta, se cierran cuadernillos y se mezclan las figuritas, a pesar del insistir de la profesora, que les advierte:
– Mañana tendréis que volver a ordenarlas.
Los niños primero se levantan y luego recogen sus cosas, como si tuvieran piernas de resorte, enchufadas a la sirena. Hay chillidos, carreras hacia la puerta, rumor exaltado por los pasillos. Andrea ya ha salido con sus amigos.
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Los aitas esperan a la salida de la escuela. Conversan entre ellos, algunos parecen tener prisa. Más allá de la verja, en la avenida, hay un rosario de coches aparcados en doble fila. Los niños se desparraman bajo el pórtico con sus mochilitas a la espalda, buscando a sus aitas. Andrea encuentra a su ama junto a los setos que cercan el jardín. Ella le sonríe y Andrea le enseña la bicicleta de paseo, su figura favorita, su pequeño trofeo del día. La levanta con los dos brazos, para mostrársela, orgullosa. Aún no la ha guardado con las demás. Su ama sonríe al verla, pero tampoco mucho más.
– ¿La coloreamos en casa?
– No –le dice Andrea–. Mañana en clase.
La profesora de Andrea aparece bajo el pórtico, los brazos cruzados sobre la bata a cuadros de colorines. Busca como los niños, aunque mira desde arriba y su expresión es seria y no desenfrenada. Cuando las encuentra entre la multitud desciende las escaleras. La tarde es agradable y hay un ajetreo jubiloso de niños y aitas. Su ama y la profesora hablan desde lo alto, con las palabras pequeñas e inaudibles que a veces usan los mayores. Andrea guarda la bicicleta de paseo en su mochila, con cuidado de no doblar la cesta, que con las verduras y las hogazas es muy delicada. Mañana, después de pintarla en clase, la pegará con cello en la puerta de su habitación. Entonces siente la mano de su ama, que ya ha hablado con la profesora y tira de ella hacia la salida del colegio. Corretea para no rezagarse, y su ama le extiende el bocata de mortadela, desenvuelto ya del papel de cocina. Andrea empieza a mordisquearlo, mientras avanzan por la acera.
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– Mañana nocilla.
– Mañana ya veremos.
Hay fragor de tráfico. La avenida parece una arteria de bocinazos y motores. Los coches zumban junto a las aceras, como flechas de colorines. A Andrea le llegan los temblores del aire, uno detrás de otro, seguidos, fugaces, casi mezclados. Huelen a gasolina. Cruzan la ciudad, que parece un lego infinito de ladrillos de arena, con bloques de pisos que se repiten, bloques de pisos sí, no de hielo, ni de lo que hay dentro de los cuadernillos.
Su ama tira de ella para cruzar la calle. Parpadean los semáforos con musiquita de videojuego, mientras la gente pasa y los coches esperan. Los pasos de cebra son como puentes de montaña. El blanco: tablazones de madera. El negro: abismo hacia un río pedregoso. Andrea los salta con la musiquita de los semáforos, sin tocar el negro, sin soltarse de su ama.
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– Ama, ¿haremos fiesta por mi cumpleaños?
La mira pero su rostro está demasiado arriba, y se oculta tras el cabello, que también le brinca sobre los hombros. La acera se ensancha, hay soportales, terrazas, perros que husmean en los alcorques, dueños que hurgan dentro de sus móviles. Andrea se ha soltado y camina tras su ama.
– ¡Ama!
Pronto se rezaga. Pronto se sienta en un banco, con los brazos cruzados. Espera a que su ama se dé la vuelta. Se le acerca un chucho y le olisquea el bocata.
– ¡Ama!
Su ama se vuelve, deshace sus pasos, la levanta.
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– ¿Vamos a la biblioteca?
– Otro día. Hoy tenemos prisa.
En la Biblioteca Municipal proyectan películas para niños. Como en el cine, pero sin butacas, ni alzadores, ni taquillas, ni colas, ni entradas. Entran a sus anchas, como si fuera su propia casa, y no hay números que buscar entre las sillas de gutapercha. En invierno, después de clase, su ama la lleva a la biblioteca para que haga los deberes. Afuera es de noche y llueve, o hace viento, o hay una bruma helada que vuelve intrigantes a las farolas, como si ocultaran algún secreto que de día se desvanece. Andrea las contempla desde la ventana de la sección infantil, en un rincón de la biblioteca, entre estanterías, mientras hojea cómics de Marvel, o 'El diario de Greg', o 'Animales Fantásticos y dónde encontrarlos'. Bajo la ventana hay un radiador encendido. Le gusta sentarse sobre él, sin abrigo, sin gorro y sin guantes. Hasta que siente que los pantalones se le chamuscan, aunque nunca alcanza tal extremo. El radiador de la biblioteca siempre está encendido.
Su ama, mientras tanto, traduce en los ordenadores públicos. Y lo hace sin guantes de lana, de esos de colorines como los Pirulos, y con las puntas al descubierto. Y lo hace también sin abrigo, y sin los dos jerseys y el poncho de alpaca que se pone cuando traduce en casa, durante las noches de invierno.
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A Andrea le gustan los guantes de su ama.
– ¿Por qué tienen agujeros?
– Para que los dedos no se resbalen en las teclas.
Según el diccionario, 'traducir' significa expresar en una lengua lo que está expresado en otra. Según el diccionario, 'expresar' significa 'decir'. A medida que se hace mayor, Andrea se siente mejor traductora, como su ama. A veces escucha las palabras pequeñas e inaudibles de los mayores. Algunas las busca en el diccionario, otras no las recuerda. Las que encuentra la llevan a buscar otras, como si fueran ramas de árbol, que nunca terminan, que siempre sacan nuevas ramas. Un día le dijo a su ama que ella también traducía.
– ¿Y qué traduces, hija?
– La lengua de los mayores.
Su ama sonreía, como hacía muchas veces que Andrea le decía algo.
– ¿Y a qué lengua la traduces?
– A la de 'El Diario de Greg'.
En el viejo Thosiba de casa su ama escribe con los guantes agujereados. Diez Pirulos, que se contornean con rapidez sobre las teclas. Diez Pirulos flexibles, como culebras y no como helados, mientras ruge el viejo ordenador, como un rinoceronte cansado. Lo usa los fines de semana, cuando no abren la biblioteca, o cuando la cierran entre semana, a las ocho, y ella aún tiene papeles que traducir. Suele girar el tocadiscos en el salón de casa, con la voz de John Lennon. A su ama le gusta trabajar con música, pero sólo a veces. Hay días que ni siquiera enciende el ordenador y traduce a mano, para después teclearlo en la biblioteca.
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– Pon 'A day in the life', ama.
– Hoy no, Andrea.
A ella la envuelve con edredones de cama, en el sofá del salón. Le gusta arrebujarse bajo ellos, mientras lee su selección de la biblioteca y siente que más allá de su refugio hace frío, porque su aliento sale como en la calle, hecho una nube. Cuando no es suficiente y aún tiene frío, su ama le coloca en el vientre sacos con semillas de sésamo, que calienta antes en el microondas.
Hoy no es día de biblioteca, pero Andrea no sabe por qué. Caminan deprisa, hace rato que dejaron la avenida atrás y se internaron por las callejas de su barrio, donde no hay fragor de tráfico, sólo motores solitarios de coches que aparcan o salen de sus garajes, chillidos de niños y ladridos de perros. Andrea siente que es remolcada. Su ama saluda a un vecino, que les cede paso en el portal. Su casa está en el primer piso. La ropa del colgador golpetea siempre en el ventanal traslúcido de la cocina. Colorines que se ondulan afuera, como si en el barrio estuvieran de fiesta. Su amiga Maitane dice que en su casa huele raro. Pero Andrea no huele a nada, y sí huele algo raro, en cambio, en casa de Maitane. El salón tiene cuatro metros de largo y tres y medio de ancho. La habitación es un poco más pequeña. Duermen juntas en una cama tan grande que a veces no se encuentran.
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Andrea tiene ocho años. Su ama treinta y dos y a veces está en paro y a veces no. Estar en paro es estar como de vacaciones obligadas, algo que a Andrea le parece imposible.
Ve a ama abrir la puerta del frigorífico, que lleva desde ayer sin luz y ya no está frío. Hay tintineo de botellas, de tarros y botes que bailotean ante la brusca intromisión en su reino blanco, que Andrea lo imagina como un Polo Norte donde siempre es de noche, y donde nunca hay luna, hasta que se abre la puerta. Su ama coge los frascos de insulina, que Andrea necesita desde que empezó a tener hambre y sed, y a hacerse pis en la cama, desde que fue al médico y empezaron a hacerle muchas pruebas.
Insulina. También lo buscó en el diccionario, pero es un árbol demasiado grande, con muchas ramas. Y ha decidido dejarlo para más adelante.
Su ama guarda los frascos en una bolsa y sale de casa, dejando la puerta entreabierta. Andrea la espía a través de la rendija. Suena el timbre y la ve esperar ante la puerta de la vecina, Mercedes, una señora mayor que siempre anda arrastrando sus pantuflas, con bata, delantal y rulos en su cabello gris. Su ama espera muy arrimada a la puerta, algo tensa, con la bolsa entre las manos, como si la incomodara que la viera alguien por la mirilla. Son cuatro puertas las que dan al rellano. Mercedes abre la suya, y tras una breve explicación que Andrea no oye, su ama le entrega la bolsa. La ve algo encorvada, o encogida, y la vecina, que es mucho más bajita, parece tan alta como ella. Hay palabras serias, solemnes, palabras de agradecimiento, pero pequeñas e inaudibles como muchas palabras de mayores.
La ama de Andrea vuelve a casa.
Entra en la habitación y cierra la puerta. Lo hace a veces, y Andrea ha aprendido a interpretar ese encierro, a traducirlo, aunque no tenga un diccionario donde buscarlo, porque en esa lengua no existen las palabras. Busca un entretenimiento, lee, juega con los Pulpitos Alegres, hace los deberes y colorea los cuadernillos Anaya. Y cuando su ama sale, se le acerca y la sigue por la casa, mientras prepara la cena y recoge los trastos del salón. La sigue, silenciosa y paciente, esperando, hasta que ella se da la vuelta y la ve con los brazos estirados, pidiendo que la aúpe. Y su ama suspira, y la levanta. Y entonces Andrea le susurra cosas bonitas al oído, o le da un beso, o le hace diademas de trenza, o moños, o coletas, o simplemente le acaricia el pelo. Le gusta sentir que a veces cuida de ama.
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