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Soldados con máscaras, cartel de 'El nacimiento de una nación' y Anna Coleman Ladd con M. Caudron.
Artes plásticas

Usos y costumbres de la máscara

Exposición ·

El CCCB vuelve la mirada hacia la intensa vida del icono de la pandemia, que libera y aprisiona, asusta y protege

begoña gómez moral

Sábado, 9 de abril 2022, 00:02

Anna Coleman Ladd fue una escultora nacida en un tranquilo pueblo de Nueva Inglaterra en 1878. Hacia 1914, mientras Europa se estremecía por la guerra, había alcanzado cierto reconocimiento y su obra, a menudo proyectos para fuentes públicas con estilizadas figuras de náyades y ángeles, ... se exhibía desde Boston a San Franciasco. Fue en 1917, cuando destinaron a su marido, médico, a la Cruz Roja francesa, cuando Anna, a pesar de que ella se había quedado en Estados Unidos, sintió con mayor fuerza la inquietud por ayudar en el esfuerzo bélico y oyó por primera vez hablar del trabajo de artistas como Francis Derwent Wood. El escultor británico, demasiado mayor para ir al frente, había organizado lo que los soldados heridos llamaban con sorna «el taller de narices de latón».

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Ubicado en un hospital de Londres, su nombre oficial era 'Departamento de Máscaras para Desfiguración Facial'; en cualquier caso, representaba uno de los muchos actos de improvisación desesperada nacidos de la Gran Guerra, que había desbordado cualquier estrategia convencional para tratar los traumas del cuerpo, la mente y el alma. Las impactantes fotografías del antes y el después, publicadas tras la guerra en libros que son parte fundamental de la historia de la cirugía plástica, revelan el notable -a veces inimaginable- mérito de los cirujanos de la época. Pero la galería de rostros destrozados y remendados, con su valiente mosaico de partes perdidas, también muestra sus límites. En esa frontera, donde el bisturí y la sutura ya no bastaban, empezaba el trabajo que el arte de Derwent Wood y el de Anna Coleman Ladd se proponía llevar a cabo.

Difícilmente se ajusta ese uso de la máscara -una pirueta entre la empatía, la ciencia y la sensibilidad artística- a su definición habitual. Según la Enciclopedia Británica, la máscara es una «forma de ocultación encima o delante del rostro destinada a esconder la identidad y, a menudo pero no siempre, a establecer otra». Esa ambivalencia para ocultar y revelar personalidades -o estados de ánimo como la dicotomía entre tragedia y comedia del teatro- es común a todas las máscaras. Y son muchas, ya que se han dado en cualquier latitud, en cualquier cultura de todas las épocas y han sido tan variadas en su apariencia como en su uso y simbolismo.

Aun así, sus posibilidades de mutación no se agotan, como demuestra que desde el estallido de la Covid-19, la máscara -auténtico emblema de la pandemia- haya alimentado la creatividad de artistas en las cuatro esquinas del globo, adoptando todos los registros, desde el 'meme' humorístico hasta la declaración de principios más trascendente. Obligatoria en extensas áreas del planeta durante largos periodos de tiempo, la máscara ha vuelto a ser objeto de controversia: símbolo de censura, control, miedo y separación, pero también de empatía, solidaridad y conciencia colectiva. Ha condensado como ningún otro elemento la fricción entre libertad individual y convivencia.

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Justo antes de producirse ese giro, Servando Rocha proponía a través de un libro titulado 'Algunas cosas oscuras y peligrosas' la revisión personal de varias de las capacidades más sombrías de la máscara. Su intención era explorar «las políticas de control sobre el rostro, las resistencias culturales a la identificación, la defensa del anonimato y las estrategias del terror en el acto de ocultación del rostro».

Símbolo y controversia

El inmenso caudal simbólico de algunas de esos usos de la máscara sirve de hilo conductor para la exposición que el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona ha titulado 'La máscara nunca miente'. Circunscrita a un marco temporal que abarca los últimos 150 años y estructurada en siete ámbitos que funcionan como relatos cerrados conectados por recurrencias iconográficas, la muestra combina material documental y recursos audiovisuales con objetos que ponen de manifiesto tanto la polisemia de la máscara (los pasamontañas de Pussy Riot, el elegante antifaz de Fantomas, las terroríficas máscaras Perchta del folclore europeo…) como la diversidad de contextos en los que la ocultación del rostro ha tenido un cariz determinante (la masonería, la cámara y la silla utilizadas en el sistema antropométrico de Alphonse Bertillon, el Zapatismo,…)

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Guy Fawkes, miembro de la Conspiración de la Pólvora de 1605, ha resucitado en el siglo XXI en forma de máscara como símbolo del movimiento Anonymous. Para hacerlo ha tenido que pasar por el cómic y el cine. Los caminos de la máscara parecen inescrutables y dan lugar a fenómenos como el de los luchadores mexicanos, que no solamente se mueven en el terreno del espectáculo, sino que constituyen una fuerza social sin rostro cuyas raíces se remontan a la cultura azteca y sus enmascarados. En el recorrido también tiene cabida una mirada al controvertido papel del Ku Klux Klan en los orígenes de Estados Unidos a través de la mítica superproducción del cine mudo 'El nacimiento de una nación', basada en 'The Clansman', de T. Dixon.

De vuelta en Europa, en el Cabaret Voltaire de Zúrich los fundadores del dadaísmo conjuraban los horrores de la guerra a través del baile desenfrenado. Utilizaban máscaras como señal de su fascinación por lo primitivo y lo irracional en oposición a la 'razón' sanguinaria encarnada en la experiencia traumática de la contienda. Sophie Taeuber-Arp veían en las máscaras antigás y los 'caras rotas' -los rostros desfigurados que Ann Coleman cubría- la expresión del infierno en la Tierra.

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