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Jueves, 17 de septiembre de 1959, 7.40 de la mañana. En el aeropuerto de Sondika sopla un vientecillo frío y afilado como un cuchillo. ... Los miembros de la comitiva de la ABAO se recolocan la corbata y suspiran con alivio. Ahí está ella, en lo alto de la escalerilla, muy bronceada y sonriente, con abrigo y un pañuelo en la cabeza. Llega de Atenas, con escalas en Brindisi y Marsella, en vuelo privado a bordo de un cuatrimotor 'Skymaster' de Olympic Airways. «Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios», murmura Juan Elúa, miembro fundador de la ABAO, estrechando contra el pecho el ramo de flores que ha comprado en la tienda Allende de la Gran Vía. Se lo entrega y no duda en estamparle un par de besos, antes de escoltarla por la pista de aterrizaje en medio de una nube de fotógrafos y reporteros.
«Todo era un mar de dudas, una guerra de nervios. Pero yo tenía fe en la llegada de la Callas», confesó el propio Elúa al periodista Ángel Viribay, que había seguido para EL CORREO todos los preparativos y zozobras en torno al fichaje de la cantante. Un cometido a medio camino entre la cobertura cultural y la crónica rosa, no en vano la diva acababa de iniciar -ese mismo verano de 1959- una tormentosa relación con el magnate Aristóteles Onassis a bordo del yate 'Christina'. Ambos estaban casados y, encima, navegaban con sus cónyuges. El ambiente en cubierta era tenso y nadie se aburría, ya fuera por una razón o por otra. La prensa internacional les seguía puerto a puerto, a la caza de novedades, mientras la 'jet set' mediterránea rivalizaba por embarcar y compartir unos días con la pareja.
Había química entre Onassis y la artista, pero el respeto era muy desigual. Él aborrecía la ópera. En cuanto la Callas se animaba a cantar algo, a petición de los invitados del 'Christina', entre los que se encontraban Churchill y su mujer, el magnate salía a tomar el aire. El aristócrata y novelista José Luis de Vilallonga, que se movía en ese mundillo y disfrutó del crucero, recordaría mucho tiempo después que «ese desprecio era doloroso de ver». Y pese a todo, la soprano se había enamorado. En la relación con su marido, Giovanni B. Meneghini, un empresario de la construcción que le llevaba 30 años, faltaba pasión y locura. Con Onassis tenía de sobra. Incluidos malos tratos y drogas.
Visto ese panorama, es lógico que hubiera dudas sobre la disposición de la Callas. ¿Interrumpiría el crucero para ponerse a trabajar? ¿Cumpliría con la palabra que había dado a Juan Elúa? La incógnita se despejó el mismo día del concierto, cuando aterrizó en la capital vizcaína. Ensayó por la tarde y cantó a partir de las diez de la noche, acompañada por la Orquesta del Liceo de Barcelona, bajo la dirección de Nino Rescigno. Cobró 400.000 pesetas y el importe de las entradas también fue de antología: entre 190 y 600 pesetas. El Coliseo Albia se llenó hasta la bandera.
La pena es que La Divina no tuvo su noche. Voló alto con 'Tu che la vanitá conoscesti', de 'Don Carlo', pero naufragó con la escena de la locura de 'Hamlet'. Con el aria de 'Ernani' y la escena final del segundo acto de 'Il Pirata', demostró su valía pero no arrebató al público. La Divina no siempre hacía milagros. Era humana.
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