El último viaje de Tutankamón
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La galería Saatchi, en Londres, brinda otra oportunidad de acompañar al joven faraón en el tránsito hacia la vida eternaBEGOÑA GÓMEZ MORAL
Sábado, 1 de febrero 2020, 00:03
Igual que cualquier icono de la música pop, el tesoro de Tutankamón está de gira. En su caso la excusa para ir a verlo no es el temor a que sea la última vez que pueda dar un concierto. A pesar de tener 3.300 ... años, siglo arriba, siglo abajo, se conserva igual que el primer día o mejor. Al fin y al cabo, su carrera ante el público empezó hace menos de cien años; exactamente el 26 de noviembre de 1922, cuando Howard Carter, con ayuda del cincel que su abuela le había regalado cuando todavía era un adolescente apasionado por la Egiptología, abrió una brecha en la pared de una tumba olvidada del Valle de los Reyes. La primera luz que entró en aquella cámara fue la de una humilde vela, apenas suficiente para despertar destellos de ébano, marfil y oro –mucho oro– que llevaban miles de años dormidos. Junto a Carter se impacientaba Lord Carnarvon, que había viajado desde su casa solariega en Highclere –el verdadero Downton Abbey– para compartir aquel hallazgo: «¿Ve usted algo?», le preguntó. «Sí, maravillas».
Dentro de dos años se celebrará el centenario de ese momento cumbre de la Arqueología. Mientras se cumple el plazo, el tesoro del faraón-niño ha emprendido de nuevo un viaje que será el último en mucho tiempo. Porque, si todo sale según lo previsto, el proyecto del Gran Museo Egipcio, a dos kilómetros de Giza y quince de El Cairo, culminará a finales de 2020. A pesar de los retrasos, todo indica que esta vez la inauguración se celebrará en la fecha señalada. Por si acaso, la colosal estatua de Ramsés II –Ozymandias– ya monta guardia desde el año pasado en el atrio del museo, que intentará devolver a Egipto el añorado protagonismo como superpotencia del turismo cultural. Para conseguirlo se prevé brindar al público la colección íntegra de objetos hallados en la tumba de Tutankamón. Será uno de los principales reclamos ya que el catálogo incluye alrededor de 5.300 piezas que no se han visto juntas desde aquel día de 1922.
Mientras tanto, en la galería Saatchi de Londres bastan 150 objetos de ese tesoro para encandilar al público. Hay joyas, esculturas, amuletos, relicarios, el primer guante del que se tiene noticia y una trompeta antigua incluso si se compara con las de Jericó. Como en la gira de despedida de cualquier leyenda del rock, la exposición visitó Los Ángeles, batió récords en París y viajará después a Sydney.
De momento, el tiempo de espera a las puertas de la galería londinense no baja de media hora y eso que el precio medio de la entrada supera los 34 euros durante el fin de semana. Nada más entrar, un audiovisual pone al visitante en antecedentes sobre Tutankamón y Howard Carter, dos vidas unidas por el azar. Recuerda que, tras su muerte, se intentó borrar al joven faraón de la historia de Egipto, una práctica habitual con opositores dinásticos. En su caso, ser hijo y sucesor del Akenatón, el faraón hereje que implantó el monoteísmo, le valió desaparecer de los registros y, al mismo tiempo, le otorgó cierto grado de protección ante el habitual saqueo de tumbas. Casi nadie recordaba su existencia y se cree que esa circunstancia fue decisiva para que la suya se conservase prácticamente intacta. A pesar de subir al trono con solo nueve años, de sufrir secuelas de la malaria y haber muerto a los diecinueve, la casualidad ha querido que Tutankamón, sin menoscabo de su relativa insignificancia, sea el rey egipcio más conocido y el desencadenante involuntario de la auténtica pasión por el antiguo Egipto que su figura proyectó a raíz del descubrimiento de Carter en la moda, el diseño, el ocio, la cultura y cualquier otro aspecto imaginable de la vida del siglo XX.
Cinco salas forman el contenido de la exposición. Una vitrina tras otra de objetos fascinantes. La escritura jeroglífica en el soporte de un abanico –de oro, por supuesto– ensalza el modo en que el joven faraón daba caza a las avestruces cuyas plumas lo adornaban. En otro punto se ve una estatuilla del monarca en equilibrio sobre un esquife mientras afina la puntería con el arpón. La puesta en escena es teatral. Como en una joyería, sobre la oscuridad destacan las piezas iluminadas en busca del máximo efecto. Por obra de los potentes focos se convierten en visiones de un sueño con el oro como hilo conductor y remedo del Nilo: un río dorado que trasporta la mirada y la imaginación. Aunque también hay piezas de alabastro, como una copa votiva en forma de flor de loto. «Que vivas millones de años, tú que amas Tebas, sentado con el rostro hacia el viento del norte, que vean tus ojos la felicidad», dice el jeroglífico alrededor del borde, donde el faraón apoyaba los labios al beber. Ese es también el epitafio escrito sobre la tumba de Howard Carter en el cementerio londinense de Putney Vale.
Para el final del recorrido se reserva la visión entre cristales de una de las dos estatuas de tamaño natural que, bajo el emblema de la vida eterna, el 'ankh', flanqueaban la cámara fúnebre del faraón. Todavía impresiona y, a pesar de los turistas, parece dispuesta a guardar secretos durante al menos otros 3.000 años.
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