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Estatua de Nebrija en la fachada de la Biblioteca Nacional.

La última lección en Salamanca

relato ·

El autor de 'El manuscrito de niebla', donde el gramático es un personaje, fabula sobre su despedida

luis garcía jambrina

Sábado, 25 de junio 2022, 01:53

Tengo ya sesenta y nueve años y he escrito tanto a lo largo de mi existencia que con frecuencia me da la impresión de que por mis venas no corre sangre, sino tinta roja; de tal manera que, si me pincharan, las gotas formarían sobre ... el papel un reguero de letras. No obstante, tengo la sensación de que lo que hago no le interesa a nadie, salvo a mis detractores y enemigos, que son los únicos que al parecer me leen. Mi vida, mientras tanto, se consume como la cera de una vela, y todo para alumbrar un oscuro rincón durante apenas un instante.

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Supongo que, a estas alturas, ya os habréis enterado de lo que me ha sucedido. Con razón dicen que las malas noticias viajan a uña de caballo, mientras que las buenas lo hacen a pie y renqueando. Pero, por si alguno todavía no está al corriente, os diré que me acaban de robar la cátedra de Gramática a la que había opositado y de la que he sido titular varias veces en el pasado, ya que nadie la merece más que yo, para dársela a un joven licenciado de tres al cuarto, que nunca ha escrito nada y que va a tener que utilizar el manual de gramática que yo mismo he preparado y que utilizan en casi todas las universidades y al que todos llaman el Antonio. ¿Os dais cuenta de la ironía?

Al parecer a él lo apoyaba el claustro de catedráticos y, por lo que se ve, goza del favor de los estudiantes, que son los que, en definitiva, lo han votado. A mí, sin embargo, no me quieren ver ni en pintura, ni unos ni otros, pues están hartos de que les dé la matraca con eso de que en las Escuelas todos hablen bien latín. Por eso los alumnos prefieren a los que tienen la manga ancha, no les exigen nada y se lo consienten todo. El caso es que ayer, en la lección de prueba, los pocos estudiantes que asistieron casi no me dejaron hablar; todo fueron abucheos, burlas y malos modos. En mi vida me he sentido más abochornado. Pero, en cuanto salió el otro, empezaron a aplaudirlo y a vitorearlo como si fuera un cómico y, al final, les faltó poco para que lo sacaran a hombros del aula. Así que la cosa estaba cantada. Ni siquiera fue necesario que mi rival comprara los votos de algunos alumnos, como suele ser habitual. Estos le otorgaron la mayoría y lo hicieron gratis et amore, o sea, sin pedir nada a cambio.

No obstante, debo decir que los verdaderos culpables de todo este desaguisado no han sido el candidato ni los pobres diablos que lo votaron. Estoy seguro de que se trata de una venganza urdida por mis enemigos dentro del Estudio, que son legión, como el ejército de Satanás, cosa que hasta ahora nunca me ha preocupado demasiado si he de seros sincero, pues mis rivales son la mejor prueba de mis méritos. Y es que, según mi experiencia, el valor de un hombre se mide por la cantidad y calidad de sus enemigos, y desgraciado de aquel que no los tiene, como dijo Cicerón. Dime qué enemigos tienes y te diré quién eres. Y los míos se cuentan por decenas, qué digo decenas, ¡centenares!, dado que sumo ya varias décadas y he pisado muchos callos. No en vano me he pasado la vida peleando y proclamando al mundo lo que pensaba, a pecho descubierto, sin ninguna clase de disimulo. Y hoy me siento un poco derrotado, lo reconozco.

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Pero ¿sabéis lo que os digo? Que ni vivo ni muerto, ni en cenizas ni en carne mortal, volveré a poner los pies en esta tierra tan desagradecida y que tan mal me trata. Ni el polvo de los zapatos quiero llevarme de ella. La ciudad en otro tiempo dorada se ha vuelto sombría para mí. De hecho, me habría ido de Salamanca tan pronto tuve noticia del resultado. Pero he decidido esperar unos días. ¿Que adónde voy a ir, con mis muchos años a cuestas? Pues a cualquier sitio que no sea este. Lo que me sobran a mí son lugares donde estén dispuestos a acogerme con los brazos abiertos.

Aquí tengo una carta de puño y letra del cardenal Cisneros ofreciéndome una cátedra en la Universidad de Alcalá. Os leeré unas líneas: «Y sabed que, si aceptáis, le he mandado al rector que os trate bien y os otorgue un sueldo anual de cuarenta mil maravedís, más setenta y cinco fanegas de trigo y veinticinco de cebada y la prerrogativa de que en ella enseñéis lo que vos queráis, y. si no queréis ensañar, no enseñéis, pues todo esto no os lo mando dar para que trabajéis, sino para pagaros un poco de lo mucho que España os debe». Eso dice, sí; habéis oído bien. Sin embargo, aquí, en mi alma mater, me niegan el pan y la sal. Y es que mis colegas pueden soportar que me considere igual a ellos, pero lo que no toleran es que los aventaje.

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En su día yo vine a Salamanca para desarraigar y expulsar la barbarie de sus aulas, con la idea de que, si conquistaba la fortaleza de su Universidad, fácilmente dominaría el resto de la antigua Hispania, siguiendo en esto el ejemplo de Hércules cuando peleó con la Hidra, que, en lugar de arremeter contra alguna de sus numerosas cabezas, la agarró por el cuello y la estranguló. Pero ahora veo que mi lucha no ha servido para nada, ya que más bien han sido mis enemigos los que han acabado por echarme a mí. Sin embargo, hubo un tiempo en el que no paraba de combatir a los otros gramáticos con la sola fuerza de mis argumentos, así como a los juristas, médicos y teólogos, a los que acusaba de ignorarlo todo sobre sus respectivas ciencias, debido a que desconocían la lengua en la que estaban escritos sus libros, así como el significado de los términos que manejaban a diario.

Por supuesto, esto me granjeó muchos detractores, que, lejos de hacerme caso, no dejaban de acusarme de injerencia en materias de las que nada entendía o clamaban contra mí desde sus cátedras diciendo que era vanidoso y arrogante por creerme superior a ellos. Pero se equivocaban; no es que me creyera superior a los demás, es que realmente lo era, ¿qué otra cosa podía hacer yo? Los que me conocen saben de sobra que no me gusta presumir en vano y que, si presumo, es porque tengo algo de lo que presumir. ¿Y queréis saber qué les digo a todos esos miserables que me han robado la cátedra? ¡Ahí os quedáis, que yo me voy!

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En Salamanca, a 5 de julio de 1513.

Elio Antonio de Nebrija.

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