Qué bien nos lo pasamos y cuánto aprendemos en el taller de escritura imaginativa con buena letra que nos da Ringo Sinalefa! Y las hartadas de reír que nos aflojan hasta las bragas y las meriendas que nos metemos con vino a espuertas. Quedamos seis ... fieles alumnas, todas bien avenidas, de buen ver y en la cincuentena, menos una que ya no cumple los 60 pero se cree Sharon Stone (no soy la única que sospecha que se tira a Ringo). Antes dábamos las clases semanales dentro de la organización de los Talleres Cañoteja y salía más caro. A Ringo se le ocurrió la oportuna idea de eliminar al sobrante intermediario y que pasáramos a una relación directa y a nuestro aire, sin tener que rendir cuentas a nadie: la clase en su casa y a salvo de engorrosas facturas. Le apoquinamos cada una 50 euros al mes en negro y en mano y así tan ricamente.
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Ringo Sinalefa (nombre artístico, en realidad se llama Gualberto Gambusino Cannoli) es un porteño de edad indeterminada y oculta que puede estar entre los 50 y los 70; es feo y esmirriado pero tiene pacto con el diablo y cierto encanto que deriva de su erudita sabiduría, porque de otra cosa no puede ser. Aunque lleva aquí décadas, conserva su seductor acento argentino y un sentido de la desconfianza de lobo estepario. Publicó hace 30 años en Ediciones Gravilla la novela psicológica 'El petardo', por la que se le consideró firme promesa literaria que aún no ha cumplido porque no ha escrito nada más. Asegura que destila gota a gota una vasta y compleja epopeya moderna y que no tiene prisa por volver a publicar. Pero que escribe muchísimo y tira casi todo por su alto listón de exigencia. Dice que de tanto escribir padece una lesión en el codo y a veces lleva el brazo en cabestrillo; yo creo que es de otra cosa. No he leído 'El petardo' porque es imposible encontrarla y a él no le queda ningún ejemplar. A veces he dudado de que exista el libro, del que no consta más que su referencia de palabra.
Que como escritor no se acuerde de él ni el Tato, no nos importa. El tío sabe un huevo, enseña bien y, como ya dije, nos lo pasamos teta. Escribimos de todo: cuentos, poemas, artículos, cachos de guion, anuncios, esquelas, panfletos, lo que mande. Hacemos los deberes en casa y luego los leemos en clase, cada una lo suyo, y Ringo comenta lo que se le ocurre en el momento. Prefiere no leer las tareas antes para que no le reste espontaneidad a su análisis. Y nos obliga a escribir a mano porque está convencido de que sale mejor que con ordenador (es para que no le mandemos nada por 'email'). Cinco escribimos regular y Sharon Stone muy mal, pero Ringo le jalea sus bodrios ya sabemos por qué. Nuestro profesor da mucha importancia a la sintaxis y al estilo. Nos recomienda la profusión de adverbios, especialmente los terminados en mente porque dan peso específico al escrito; alaba las acciones con cadenas de gerundios por su secreta musicalidad; aconseja la doble adjetivación calificativa de la mayoría de sustantivos para enriquecer los matices; reniega de las esdrújulas por su escasa elegancia y mal sonido; ordena que entre dos palabras sinónimas escojamos siempre la más rara o afectada para que se note que ahí está la escritora; y nos aclara dudas semánticas, como que los verbos infringir e infligir, se diga lo que se diga, en realidad significan lo mismo. De hecho, prefiere que consultemos poco el diccionario para que juguemos con la intuición y no nos resabiemos. Es un monstruo.
A la actividad literaria dedicamos la primera hora de clase y la segunda a merendar; eso es sagrado. Traemos la manduca cada día una. Cosas de fuste: callos con garbanzos, pollo al chilindrón, manitas de ministro… La cursi de Sharon Stone suele venir con 'sushi' y no se mata con la cantidad.
La única pega es que Ringo vive donde Dios perdió el bolígrafo, en el escarpado barrio de Uretramendi, y antes, con Cañoteja, la clase era en la céntrica Rodríguez Farias, pero bueno. Habita un modesto bajo con salida al patio interior de la casa. Por la pandemia, damos la clase al aire libre en el pequeño patio, sentadas en círculo; él pasea a nuestro alrededor como un satélite. Para mitigar la rasca invernal, arramplamos con tablones de una obra cercana y con basuras de los contenedores para meterlos en el bidón metálico que ocupa el centro de la improvisada aula y le pegamos fuego tras rociarlo con gasolina. Los vecinos de la casa se quejan del negro humo de la hoguera y de que suben chispas que agujerean la ropa tendida. El último día, una bruja tiró un balde de agua helada que nos hundió a Sharon Stone y a mí. Tuvimos que pasar el resto del tiempo lectivo en ropa interior y pegadas al bidón para secarnos y no pillar una pulmonía. Ringo miró con rijosidad mis carnes serranas y a Sharon Stone, que en principio estaba feliz con su exhibición de escueta lencería, no le hizo ni puñetera gracia. Igual acabo echándole un polvete al hombrecillo solo por fastidiar a la pécora. Todo sea por la literatura.
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