El susurro de lo cotidiano
Isabel Quintanilla ·
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Isabel Quintanilla ·
La exposición que le dedica el Thyssen celebra la realidad de puertas adentro y combina el naturalismo con alusiones a lo surrealBegoña Gómez Moral
Sábado, 18 de mayo 2024, 00:04
El peligro de caer en el estereotipo de artista olvidada se antoja aún mayor de lo habitual en casos como el de Isabel Quintanilla. Dueña de una biografía única, nació en Madrid en 1938, durante el asedio de la ciudad. Hija de un combatiente republicano ... que falleció cuando tenía apenas tres años, sería su madre quien, con el trabajo de costurera, llevase sobre los hombros la responsabilidad de Isabel y su hermana menor para vadear esa etapa.
Con once años empezó a recibir formación artística en el estudio de varios pintores. Esas clases potenciaron sus extraordinarias dotes innatas y le permitieron superar el examen de ingreso en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando con apenas quince años. Allí coincidió con artistas -Antonio López, Amalia Avia, Julio y Francisco López Hernández, María Moreno…- que, como ella, optarían pronto por la representación realista, la senda diametralmente opuesta a la que transitaban Millares, Saura, Tàpies o Lucio Muñoz y que se situaba también en las antípodas de lo que llegaba de otras partes del mundo.
La exposición que el Thyssen dedica a Isabel Quintanilla va acompañada de un exhaustivo catálogo y da comienzo con vocación cronológica. La pieza más antigua que se conserva de la autora es un pequeño bodegón -'La lamparilla'- datado en 1956. A pesar de que tenía en ese momento tan solo dieciocho años, en el lienzo se reconocen algunos rasgos que formarán parte de su figuración en etapas posteriores: objetos cotidianos capturados desde un punto de vista frontal y levemente elevado sobre un fondo neutro. Tras contraer matrimonio, se traslada a vivir a Roma durante unos años. De ese periodo son algunas vistas urbanas que también marcarán el esquema de paisajes futuros, con la línea del horizonte a menudo a media altura del espacio pictórico.
De regreso en Madrid, va dejando atrás el colorido terciario, la imprimación con textura y los planos de luz neta para dar paso al color primario y la luz modulada. La segunda sala del recorrido despliega una sucesión de verduras y frutas dignas de la estirpe más genuina del bodegón, aunque también vemos guantes, pequeños frascos de laca de uñas o de medicamentos, jamones, embutidos, productos de limpieza e inconfundibles botellas de aceite. Son objetos sin misterio que, sin embargo, en el pincel de Quintanilla, mezclan el naturalismo con una alusión a lo surreal; a lo que, siendo familiar, está fuera de lugar y, en última instancia, levanta acta de una soledad existencial.
Las referencias a la costura son homenaje constante a una madre que, sin aparecer en ninguno de los cuadros, está presente a través de objetos como la máquina de coser, las tijeras y el dedal. Abunda la elipsis en la sucesión de momentos tranquilos y efímeros en los que apenas suceden cosas y, sin embargo, parece inminente algún tipo de revelación. El plano tradicional de la mesa es sustituido a menudo por el del alféizar de una ventana donde no pocas veces destella quizá con excesiva modestia el vaso Duralex Picardie, auténtico icono de una época que, en los lienzos de Quintanilla, contiene flores o simplemente agua.
La pintora se vale de las habitaciones de su domicilio o taller: un dormitorio, el salón, un pasillo, el ángulo inesperado entre habitaciones, una puerta que se abre al patio o el lavabo prosaico de un colegio para disertar sobre la ausencia. Con un desplazamiento mínimo de caballete, es capaz de multiplicar los puntos de vista; en el mismo rincón con un cambio de luz -y a veces con una distancia de quince años- el estado de ánimo es otro. El recorrido expositivo se detiene también en la obra de otras componentes del grupo, el primero en España en el que las mujeres -Moreno, Parada, Avia y la propia Quintanilla- además de superar en número a los hombres, ocuparon un lugar en pie de igualdad que sus compañeros.
El último gran tema de Isabel Quintanilla es el de la naturaleza domesticada, a medio camino entre el huerto y el jardín. Desde los primeros lienzos basados en la fascinación por las pinturas de la antigua Roma y las villas pompeyanas, no dejará de plasmar esos espacios privados cuyo significado, igual que el de pasillos, cocinas y dormitorios, es capaz de multiplicar indefinidamente. Tras esa magia se oculta el proceso de trabajo de una dibujante portentosa que, sin embargo, apenas esbozaba unas líneas sobre el lienzo antes de la primera pincelada.
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