Fuimos a ver 'El ministro de propaganda', una película entre el documental y el cine de ficción, la biografía de Goebbels en los momentos críticos. No cuenta nada que no supiéramos de aquella historia, de aquellos personajes grotescos, sus ideales disparatados y sus crímenes. Pero ... ya desde el título la película se centra en el manejo de la propaganda, la escenografía calculada, el movimiento de masas, la selección de imágenes a difundir, la emotividad irracional, el histrionismo de los discursos, la estrategia para conseguir que los alemanes votaran a Hitler en las urnas para romperlas después, y tragaran a continuación las más repugnantes patrañas. La verdad era la que Goebbels decidía que fuera la verdad, la que convenía al «pueblo», ese ente manoseado que remite habitualmente a los propios seguidores.
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En el siglo XIX se pensaba que el sufragio universal traería gobiernos que defendieran los intereses de los pobres, que eran y son, junto con las clases medias de hoy, la mayoría de la población. En España tan solo en la efímera Constitución del 69, los meses de la Primera República y en la última década hubo sufragio universal masculino. En el resto del siglo funcionó el sufragio censitario: solo los poseedores de cierta renta podían votar, y solo los de renta aún más alta eran candidatos. En una sociedad liberada de estamentos, quien no hacía dinero sería por falta de inteligencia o laboriosidad, y cómo iban a votar los tontos y los vagos.
El XX alumbró dos ideologías que desconfiaron del voto hasta suprimirlo, el comunismo y el fascismo. El partido o el líder señalaban el camino. Libertad para qué, decía Lenin. El fascismo fue un disparate trágico; el comunismo, un Gulag. Se pensaba que los desastres que produjeron serían una vacuna infalible para el futuro, pero ahí están otra vez los demócratas a regañadientes, disputando el poder por los más diversos medios, incluidas las elecciones, con un rencor creciente. Los Estados Unidos, el primer país democrático de la Historia, eligen a un presidente de dudosa rectitud moral e indemostrada preocupación por el bienestar general, rodeado de plutócratas que no esconden sus intereses particulares. Y le han votado también, sorprendentemente, muchos pobres enfadados. En la culta y democrática Europa de ayer medran hoy los nostálgicos del autoritarismo. Cuando su propaganda desprestigie definitivamente las instituciones, llegarán ellos.
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