
De la mar y el silencio: los caminos de Colinas por la isla de Ibiza
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El autor leonés quedó prendado de la isla, donde vivió 21 años, y convirtió su paisaje en inspiración y presencia continua en su poemariocarlos aganzo
Sábado, 8 de enero 2022, 00:01
Más allá de los nombres propios. Mucho más allá de la toponimia de las calas, los pueblos, los montes, los paisajes, los miradores bajo las estrellas o sobre el mar… Ibiza imprime carácter. Y más cuando se han pasado en ella los años centrales de la vida. Esos, entre los treinta y los cincuenta, que parece que nunca están cuando se los busca, porque quizás transcurrieron muy rápido. Y que sin embargo bien pueden servir para definir una existencia. Ahora que Antonio Colinas tiene ya su Casa de la Poesía en La Bañeza, la ciudad que le vio nacer en 1946, parece justo indagar hasta dónde la universalidad de su obra se debe tanto al silencio de las tierras de León como al bullir ancestral de la vida frente al Mediterráneo. O hasta qué punto los dos forman parte del sonido de su voz más propia.
Algo de ello podemos descubrir con la lectura de 'Los caminos de la isla'. Una selección de poemas de Colinas, rastreados por Alfredo Rodríguez, donde Ibiza se manifiesta, unas veces en primer plano, otras más bien en la fibra íntima, como uno de los caudales más radiantes de su poesía. Un continuo decir a, ante, cabe, con, de, desde, hacia, hasta, para y por Ibiza a lo largo de más de cuarenta años de escritura, desde que el poeta llegó a la isla en 1977 con una beca de la Fundación Juan March, tras ganar el Nacional de la Crítica con Sepulcro en Tarquinia. Un tiempo para la entrega de 'Astrolabio', su primer libro de testimonio ibicenco, pero al final veintiún años de estancia ininterrumpida. Y el regreso estacional, inexcusable, desde que se instaló en Salamanca en 1998.
Uno no va donde quiere, sino donde la vida le lleva. Eso le dice el escritor a Alfredo Rodríguez en una de las entrevistas que el poeta navarro recoge en su libro 'La plenitud consciente' (2019). Y así lo consigna el propio Colinas en sus 'Memorias del estanque' (2016). La vida quiso que el autor de 'Noche más allá de la noche' entrara en sintonía con el «espíritu vivificador» de la isla mediterránea, descubriendo en ella no solo un modelo de vida, sino también una vía de conocimiento. Una experiencia que le permitió «descubrir el Mediterráneo», como les ha ocurrido a tantos otros grandes nombres de nuestra literatura mesetaria, pero sobre todo «mostrar la fusión entre poesía y vida, entre la experiencia de vivir y las experiencias de crear». Una de las grandes claves de la poesía de Antonio Colinas.
«¿Cuánto tiempo he pasado buscando esta tierra / cercada por la luz?», escribe Colinas en uno de los poemas que recoge 'Los caminos de la isla'. «¡Qué tarde aprendí!», dice, a «poder vivir y respirar con placidez». El tiempo de saber, después del ansia y los anhelos y los castillos en el aire de la primera juventud, que la felicidad puede existir. Que existe. El tiempo de llegar a entender que, en la batalla entre la razón y el corazón, a veces es posible que sea el corazón quien venza. El tiempo de sentarse «en el centro del mundo», rodeado, como una isla, por un «amor infinito». La develación del fulgor secreto de esa «Ibiza esencial» que el poeta ha hecho parte de su vida.
¿Aprendió Colinas a respirar de verdad frente al Mediterráneo? ¿Ganó en Ibiza esa respiración que ahora le lleva, de claro en claro de los bosques de León y de Castilla, buscando, como su María Zambrano, respiraciones más altas? Es posible. «Pacientemente, / hemos ido levantando nuestras vidas / bajo el orden y la locura de las estrellas. / Y ese orden celeste permite el milagro / de la respiración en nuestros pechos», escribe el poeta. Una respiración que, en Colinas, es fe de vida, pero también inmersión en la respiración del tiempo, de la historia. Entrada en ese espacio ancestral que, como «lucernas antiguas», le enseñaron a reconocer, en la noche ibicenca, los humildes faroles de las barquitas. Quien lo probó lo sabe, y desde entonces la isla, con todo su mundo de señales -la mar, los faros, las grutas, las fuentes, los promontorios…- ha sido siempre un venero sustancial de su poesía.
En 2019, Colinas recibió en Roma, en la sede del Senado de la República, el premio Dante Alighieri, concedido por primera vez a un español. Un reconocimiento a un poeta, narrador, ensayista, traductor, crítico y articulista nacido en la mitad oeste de la Península; la atlántica de los celtas, frente a la mediterránea de los iberos. Pero sobre todo al explorador de ese sepulcro en Tarquinia que marcó una buena parte de los horizontes poéticos de su tiempo. Al traductor de Quasimodo y Leopardi. Y al descubridor de hasta qué punto el Mediterráneo puede ser esa mar «de nuestros orígenes, no sólo poéticos sino culturales». La mar de Grecia y Roma, con salpicaduras que llegan hasta el Camino de la Plata.
Ese mar, esa mar, solo esa mar que desde Ibiza se convierte en un fino «hilo de oro» que va «hilvanando sus libros, atravesando diferentes épocas de su vida y portando en su sangre los ritmos y la sabiduría de la mejor poesía mediterránea», en palabras de Alfredo Rodríguez. Un hilo eterno que ha permitido a Colinas pasar fuertes y fronteras siendo fiel a sus «raíces telúricas», es decir, al origen de su tierra leonesa, pero proyectando su voz y universalizándola. Más castellano por ser más mediterráneo. Más mediterráneo por ser más castellano. ¿Es posible? Se diría que sí.
Él mismo lo cuenta en 'Poema de la eterna dualidad', uno de sus poemas más suyos y más hermosos, que pertenece a 'En los prados sembrados de ojos', de 2020, y con el que se cierra este libro. «¿Me habré equivocado buscando el silencio? / ¿No será la palabra del verso / y no el silencio / el grito que nos salve de la muerte?», dice el poeta. Y la respuesta la da él mismo. La respuesta está en esos ojos mesetarios, inquietos y salvajes, que nos miran desde el bosque de los tiempos. Pero también en esa mar a la que él mira desde Ibiza: «para que nos entregue libertad verdadera, / no la palabrería». Dos maneras, que en Colinas son una misma, de acercarse a lo que siempre quiso su poesía: a detener los instantes de oro para sentir el «innegable resplandor de la sabiduría».
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