El eco del silencio
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La Fundación Mapfre sigue el trazado y repercusión de Morandi, que llevó la naturaleza muerta a la categoría de meditación y metáforabegoña gómez moral
Viernes, 24 de septiembre 2021, 21:54
Cuando, tras mucho insistir, convencieron a Giorgio Morandi para que escribiera su autobiografía, le ocupó dos páginas. En ellas decía que había sido el mayor en una familia de clase media con cinco hijos, aunque su hermano murió a los once años. Después de algunos ... intentos infructuosos por adaptarse al negocio familiar de importación y exportación, consiguió estudiar Arte y fue un alumno brillante. Tras morir el progenitor, quedó, a los 18 años, como único varón de la familia con tres hermanas y su madre; y así permaneció toda la vida. Sus hermanas no se casaron y él tampoco tuvo pareja. Continuaron alternando entre la vivienda habitual en Bolonia y el verano en Grizzana, un pequeño municipio de montaña apenas cincuenta kilómetros al suroeste de la ciudad que en 1985 cambió el topónimo a Grizzana Morandi en su honor.
El piso de Bolonia, en la calle Fondazza, también es un museo. En él se conserva la habitación que fue su estudio. En el mismo dormitorio tenía el caballete y las pinturas junto a un número variable de vasos, jarras, botellas, tazas, copas, cajas y jarrones que, aparte de un exiguo número de autorretratos y algunas vistas desde el balcón del propio cuarto, pintó una y otra vez durante cuarenta años. Trabajó primero como maestro rural y más tarde como profesor de grabado en la Academia de Bellas Artes. Solo tras obtener el Gran Premio en la Bienal de Sao Paulo, en 1957, se dedicó por entero a la pintura.
A pesar de una biografía de apariencia sencilla -hacia el interior más que hacia afuera- el interés por Giorgio Morandi no ha hecho sino crecer. Años antes de fallecer en 1964, se extendió su leyenda de recluso de la pintura. Los críticos le denominaban el 'eremita boloñés' o el 'monje Morandi'. Al mismo tiempo, obtenía reconocimiento y protagonizaba exposiciones internacionales, que le hicieron salir de Italia en dos ocasiones, la primera cuando ya superaba los 50 años. En las últimas décadas, gracias quizá a los coleccionistas asiáticos, que aprecian la dimensión meditativa de su obra, el gráfico de su valoración en las casas de subasta es una línea ascendente que apenas se ha aplanado ni en los momentos de crisis.
Sin duda, la práctica de la repetición, los pequeños gestos y la perfección silenciosa de los objetos corrientes que trasmite tiene paralelismos en la caligrafía, el wabi-sabi y otros anclajes de las culturas de oriente. Pero la admiración por Morandi es universal.
Donde más se advierte su vigencia creciente quizá sea en el interés casi unánime entre destacados críticos culturales de las últimas décadas. Umberto Eco, que se cruzó alguna vez en las calles de la ciudad universitaria con el pintor -tranquilo, tímido, altísimo y desgarbado, era casi una institución en las calles de Bolonia-, lo definió como «poeta de la materia».
Otros autores han comparado su proceso de trabajo con la formación de una perla: los objetos sobre la mesa no son más que el desencadenante, el grano de arena inicial, para que ritmo, equilibrio, color y textura se transformen en «algo perfecto». A pesar de su vida sosegada, Morandi visitaba exposiciones en distintos puntos del país con regularidad. En los años formativos, también tomó parte -siempre a cierta distancia- en la agitada sucesión de movimientos artísticos de su época. Expuso con los Futuristas y, más tarde, se interesó por la pintura metafísica.
Aun así, entre sus influencias más evidentes figuran Piero della Francesca, Chardin, Corot, Henri Rousseau y, sobre todo, Cézanne. Al margen de ello, ha protagonizado estudios comparativos muy diversos, por ejemplo con los rectángulos de puro color en levitación de Mark Rothko. En ellos se subraya que las pinturas de Morandi bordean la realidad.
Son el producto de un acercamiento que se detiene apenas un paso antes de llegar a la abstracción. «Nada hay más abstracto que la realidad», dijo en una de las dos entrevistas a las que se prestó. Siri Hustvedt explica el mismo fenómeno de contención al observar cómo Morandi atenúa hasta el extremo los significados de las vasijas, botellas y jícaras que pinta -siempre sobre el horizonte de la mesa y la pared desnuda-, aunque sin permitir que desaparezcan: «Es entonces cuando lo cotidiano adquiere los atributos de lo extraordinario».
La obra de Morandi posee la cualidad táctil que hace imprescindible ver los cuadros reales en lugar de reproducciones. Hay que observarlos despacio si se quiere ser testigo de la fascinación que ejerce. La Fundación Mapfre ofrece hasta enero la ocasión de hacerlo en una panorámica completa del pintor. Desde los inicios, vinculados a la reflexión sobre Cézanne y el Cubismo, la visita pasa por el breve contacto con la pintura metafísica. Un autorretrato de 1925 y algunos paisajes jalonan el camino hasta la definición de un código de la contención que acrisola la esencia de Morandi. El recorrido expositivo se acerca también a la obra gráfica, que desvela su estudio de la luz y el volumen como parte de un diálogo constante con la investigación pictórica.
Su legado se hace patente en el arte de última generación, incluso en disciplinas que no practicó. El fotógrafo Joel Meyerowitz, por ejemplo, viajó a Bolonia para fotografiar uno a uno los objetos que pueblan su pintura. Junto a la ambivalencia entre vacío y lleno que Rachel Whiteread activa en buena parte de su obra escultórica o la presencia fantasmal de los objetos de cristal blanco que propone Tony Cragg, es buena muestra de la amplitud de su aliento.
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