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Guillermo Gómez Muñoz
Sábado, 21 de diciembre 2024, 00:01
A mediodía, el Arenal, la Plaza Nueva y los aledaños al Teatro Arriaga se llenarán de cuadrillas en busca de un rincón en el que asentarse para degustar un talo calentito. Después de abrirse paso a codazos y pagar el talo a precio de caviar, lo regarán con un txakoli o una sidra fresquita, para amenizar la tarde y dejarse llevar por los vapores alcohólicos hasta que el cuerpo aguante.
La etimología de «sidra» permite también amenizar la mañana a un lector curioso y poco aficionado a las aglomeraciones. Al castellano, llega a través del latín ('sicera'), lengua en la que aludía a una bebida alcohólica hecha con frutos o cereales. Los latinos, a su vez, la tomaron de los griegos ('sikera') y estos, de los hebreos ('sekar'), aunque no se descarta un posible origen último egipcio. En general, las lenguas semíticas comparten una raíz 'skr' de la que surge la familia léxica del alcohol o de sus efectos: 'sakartu' (borrachera, en acadio), 'sakar' (embriagarse, en hebreo) o 'sakran' (borracho, en árabe). En castellano, la fijación del actual «sidra», con una posible influencia del francés 'cidre', no fue automática, bailó entre 'sizra' o 'xidra' (en Berceo, s. XIII), y 'sisra' (s. XVI). Parece que los vapores etílicos del término nublaron la vista a la etimología y a su evolución. Sería porque no acompañaron la sidra de un buen talo.
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