Robert Graves, autobiografía y cuenta nueva
'Adiós a todo aquello' ·
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'Adiós a todo aquello' ·
Alianza reedita una obra cumbre del género memorialístico, unas vivencias marcadas por la guerra antes de instalarse en MallorcaEduardo Laporte
Sábado, 6 de julio 2024, 00:11
Robert Graves tenía la edad de Jesucristo al morir cuando publicó sus memorias. O el relato autobiográfico de una parte de su vida, aquella marcada por la Primera Guerra Mundial y que supuso para él todo un antes y un después. Como si lo que ... viniera más tarde fuera un vivir de esas rentas de la memoria y tocara ya una vida de retiro desde su casa de Deià, Mallorca, donde se instaló en 1929, el año de la publicación de 'Adiós a todo aquello'.
Robert Graves, o Roberto Tumbas, como le llamaban cariñosamente en Baleares, se ausentaría, tras el estallido de la Guerra Civil, diez años de su refugio. Pero una vida longeva (nació en Wimbledon en 1895 y murió en la misma Deià noventa años después) da para mucho. Y en esa residencia que hoy se abre al público como casa-museo, Graves tuvo tiempo de evocar unos sucesos que, paradójicamente, escribió para olvidar. O para no tener que esforzarse en recordar: la obra impresa como caja fuerte del pasado. Así lo advierte William Graves, su albacea literario, en una nota final a la edición de Alianza. Cita una carta de los años cincuenta en la que Graves afirmaba que escribir su autobiografía a los 33 años fue una buena manera de olvidarse de aquella vida en Inglaterra que dejó atrás al establecerse en Mallorca. Autobiografía y cuenta nueva.
La parte bélica supone el grueso de las memorias, lo que no excluye otras lecturas. De no ser por la distancia, la ironía y la extrañeza de este oficial «poco marcial y un incordio», muchas de las historias referidas se podrían tildar de batallitas. Historias de la puta guerra, que no mili, como aquel «incómodo accidente en Lancaster» en el que refiere una llamada telefónica del oficial jefe de Intendencia, en plena tormenta eléctrica, y cómo cayó un rayo en algún punto del cable eléctrico que le hizo dar vueltas sobre sí mismo a Graves, encargado de la custodia de un grupo de prisioneros.
El libro se puede leer como un documentado relato sobre la cultura bélica de los primeros tiempos de la guerra de trincheras, los días de «bomba de bote de mermelada» y el mortero hecho con tubería de gas, como cuenta el propio Graves. Una guerra aún ajena a las ametralladoras Lewis o los fusiles Stokes, los cascos de acero, los fusiles con mira telescópica, los proyectiles de gas, los carros de combate o los asaltos bien organizados, propios de las «posteriores sofisticaciones de la guerra de trincheras» como fue la Guerra Civil española.
De hecho, recuerda al particular testimonio de sus andanzas castrenses que hizo más tarde George Orwell en 'Homenaje a Cataluña', en cuyas páginas se destacaba la generosidad de los combatientes, capaces de ceder el último pitillo de una cajetilla a sabiendas de que las mayores penurias de la guerra eran la falta de tabaco, de sueño y de calor.
Hay barro y enemigos heridos en 'Adiós a todo aquello', pero también detalles reveladores de la charca pútrida en que se convierte todo lo que toca una guerra. Ahí es donde el libro brilla especialmente, además del relato de aquella Inglaterra de clasismo secular que le hizo pronunciar con alivio lo de 'Adiós a todo aquello'.
El ambiente de masculinidad tóxica, por usar jerga actual, queda ilustrado con descripciones como las del destacamento de Graves, los Royal Welch Fusiliers, formado por cincuenta galeses a su mando. Un «grupo tosco» sin apenas experiencia en el Ejército que se había alistado como «una forma barata de conseguir unas vacaciones». A su llegada a los distintos destinos, los predicadores advertían en la iglesia: «Madres, cuidad de vuestras hijas: los Royal Welch han llegado al pueblo».
Al oficial Graves lo enviaron a Francia, donde cayó herido en 1916 y tuvo tiempo para ir componiendo su relato. En su cuaderno de notas, apuntaría impresiones como las recibidas en El Havre, puerto clave francés que califica como una ciudad alegre. En cuanto llegaron, cuenta, se les acercaron muchos niños «que hacían de proxenetas de sus supuestas hermanas» cuyos servicios ofrecían a bajo precio. «Te llevo a ver a mi hermana. Es muy guapa. Muy buena para ñaca-ñaca».
Como decía Fernando Marías en 'La isla del padre', memoria de duelo con Bilbao como telón de fondo, «contar es cerrar». Quizá también lo fue para el excombatiente que redactó estas páginas y que, pese a todo, se presentó voluntario para la segunda parte del conflicto mundial. Pero como el único cargo que le ofrecían era sedentario, y no de infantería, volvió a las letras. Y a sus hijos, sus musas y sus paseos por Palma.
La primera parte de 'Adiós a todo aquello' puede leerse como una novela de formación sobre los años de internamiento de Robert Graves en Chaterhouse, el clásico colegio inglés donde la citada masculinidad tóxica campaba a sus anchas, entre abusos y novatadas. Llegó al borde del ataque nervioso en varias ocasiones e imploró a sus padres, sin éxito, que lo sacaran de allí. Expresa su desprecio por todo un sistema de valores del que apenas rescata recuerdos gratos. El consejo del rector («Recuerde que el mejor amigo de un escritor es la papelera») y el descubrimiento de la poesía, una pasión que debía ejercitar de manera clandestina, como ocultaba sus sentimientos amorosos por un compañero al que llama Dick.
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