El retrato de Frances Gray
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Cuando tuvo edad de presentarse en sociedad, toda la aristocracia de Londres circuló por el salón de Miss Frances Gray para contemplar su singular escaparate de simetrías. Jamás ningún arquitecto había sido capaz de calcular un doble arco como el que cubría su mirada; ningún ... geómetra pudo dibujar un rostro tan respetuoso con el número áureo y otras magias de la belleza antigua. Y aun así, existía algo en las facciones de Miss Gray que movía al recelo; la perfección de autómata con que giraba el cuello al sonreír, la manera de tender la mano sobre el faldón y de dejarla reposar eran como susurros en una habitación cerrada, que uno sentía el deseo de abrir de golpe para ver qué ocultaba la oscuridad.
Esa habitación se encontraba en el ático de la casa, adonde conducía una hilera doble de escaleras. Allí, su hermano Dorian guardaba el retrato que le había hecho el famoso pintor Hallward, el espejo donde, a pesar de su cara impoluta, se grababa cada cicatriz, verruga y absceso con que lo desfiguraba el vicio. Sospechando un prodigio semejante, pretexté un malestar en una tarde de merienda y ascendí las escaleras. Me equivocaba y no: había una pintura en las tinieblas, bajo las telarañas y los cristales opacos, pero no era de un monstruo. Miss Frances Gray lucía aún más hermosa que en persona, nítida, esencial, con la piel de esa blancura virgen que tiene la página inicial, antes del frontispicio y el poema de dedicatoria.
Entonces sentí un pálpito y regresé de puntillas a la planta baja. El resto de invitados ya se había retirado, la impaciente noche de noviembre atenuaba las ventanas; de la alcoba de la señorita Gray, con la puerta entornada, llegaba un suave rumor de masticación o pisadas, que me hizo aproximarme despacio, apoyándome en las molduras. Una ranura me bastó para atisbar el interior: la silueta frente al tocador, vertical y solemne, las manos desciñéndose los pendientes primero, retirando las horquillas, estirando las pestañas con el gesto de arrancar las alas a una polilla, sacándose los ojos de cristal, despegándose el algodón rojo de los labios, devolviendo al secreter la nariz, en el interior de una gasa, como una aguja a su estuche. Fue ahí donde un tropiezo me obligó a huir, perseguido por la visión del óvalo de carne vacía que aún me atormenta en sueños.
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