
Regreso a William Blake
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El poeta visionario británico vuelve a la Tate en su expresión máxima, pero también como aprendiz, marido y hombre de negociosBEGOÑA GÓMEZ MORAL
Viernes, 1 de noviembre 2019
Aunque imaginación y realidad difieran, parecen existir conjunciones ocultas; pasadizos intuidos que, de tanto en tanto, dan acceso a las coordenadas donde ambas se superponen. ... La sospecha cobra especial sentido frente a la obra de algunos escritores, pintores, dramaturgos o músicos y William Blake figura por pleno derecho entre esos grandes sacerdotes ungidos por el enigma. Lo hace, además, por partida doble. Primero como poeta y luego, junto a Fusseli, Runge, Friedrich o Goya, como miembro de honor de una logia en la cúspide más inaccesible del arte visionario, desde donde hace doscientos años una hoguera abierta diseminaba a los cuatro vientos semillas incandescentes de modernidad.
Aunque hacía dos décadas que no revisaba su obra, la Tate Britain conserva la mayor colección de Blake. En este nuevo montaje, celebrado en vísperas del Brexit, ha optado por buscar nuevos puntos de vista en un diseño acorde con los tiempos y destinado a desvelar facetas diferentes del legado poliédrico de uno de los artistas más queridos del público británico. Por un lado ofrece la visión de su pintura en las dimensiones –ampliadas por medios digitales– que él imaginó. Junto a esa escala gigantesca, que intenta igualar, seguramente sin conseguirlo, la expectativa de Blake, repara también en lo minucioso para recrear la realidad de la única exposición que consiguió celebrar: un modesto intento en la entreplanta de la tienda de medias que su familia, londinense de origen, palabra y obra, regentaba en el número 28 de la calle Broad, en pleno Soho.
El recorrido se revela como un juego de dimensiones. A partir de los bocetos para su proyecto más ambicioso, un ciclo de dos murales titulados 'La forma espiritual de Nelson guía a Leviatán' y 'La forma espiritual de Pitt guía a Behemot', por primera vez el almirante y el estadista aparecen ante el público de manera cercana a como Blake los ideó en 1805. Demuestran que su ingenio galopaba con suficiente libertad para imaginar frescos de treinta metros de altura, «en la tradición renacentista de Miguel Ángel y Rafael», aunque nunca se llevasen a cabo.
Blake confiaba en recibir un encargo del Gobierno para ejecutar esas pinturas «en una escala adecuada a la grandeza de la nación». Solo su falta de sentido práctico le impedía ver que, a pesar de representar a héroes de su tiempo, el planteamiento de la propuesta era arriesgado desde el punto de vista oficial: «Representó a aquellos prohombres guiando bestias bíblicas de naturaleza ambigua. Behemot y Leviatán no son exactamente criaturas benignas y podían aludir a ideas liberales. Era peligroso», reflexiona uno de los comisarios.
El encargo no llegó y la exposición apenas recibió visitas. La Tate la evoca con el grado de atención que Blake no obtuvo en vida. Recrea con minuciosidad el contenido y el resultado, que fue lo que se suele llamar un desastre de crítica y público. El único comentario escrito la describe como «unas cuantas pinturas patéticas,… un sinsentido farragoso, incomprensible y henchido de vanidad; producto de una mente descabalada».
Por fortuna, de aquella interpretación no queda más que el recuerdo. Blake es un tesoro nacional, su poesía forma parte del currículo obligatorio de las escuelas británicas y suya es la letra de 'Jerusalem', uno de los himnos imprescindibles en cualquier circunstancia donde haga acto de presencia el sentir patriótico inglés. Sirva como ejemplo que en la multitudinaria última velada de los Proms suele figurar en el programa junto a 'Rule Britannia!' o la 'Pompa y circunstancia' de Elgar.
Pero, de regreso a 1808, encontramos a Blake abatido, aunque no lo suficiente para que la ayuda de su esposa, Catherine, no le sirva para seguir adelante. Ese es otro de los aspectos que destaca el presente montaje: la importancia decisiva de Catherine Blake, colorista de algunos de los dibujos más delicados de su marido y elemento decisivo para recomponer su genio y mantener la llama viva hasta el último momento, cuando, en el lecho de muerte, todavía retocaba una versión del 'Anciano de los días' hasta que lo entregó a su esposa diciendo que ya le era imposible hacer más. Solo minutos después abrió de nuevo los ojos para decirle que ella había sido el «ángel tutelar» de su vida. Metafóricamente, la exposición reúne de nuevo a la pareja mediante el único autorretrato a carbón de Blake y un boceto inacabado de Catherine.
De Blake se llegó a decir que otro ángel, el arcángel Gabriel, le mostraba lo que debía pintar. La tradición lo convirtió en un solitario casi enloquecido clamando contra su tiempo; una presencia furiosa y profética. La Tate lo muestra bajo otra luz; racional y menos mistificadora. Recorre, por ejemplo, los años de estudio en la Royal Academy, cuyos métodos criticó después, y recuerda los siete años anteriores de sólido aprendizaje como grabador. Modula su carrera en torno a la ayuda del padre al principio, de la esposa durante las cuatro décadas que estuvieron juntos y de distintos clientes cuyos encargos le mantuvieron en activo. Todo ello no basta para mantener su energía visionaria bajo control y a menudo el recorrido arde con el poder incendiario y oscuro que le caracteriza. Las ilustraciones para el 'Paraíso perdido', 'Newton', el 'Fantasma de una pulga', 'Nabucodonosor' y 'El número de la Bestia' se encargan de mantener el mito tan vivo como siempre.
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