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La noticia de un embarazo no deseado sacude a una pareja reciente y sin estabilidad económica que toma la decisión de no seguir adelante con ... la gestación. 'La vida suspendida' (Sr. Scott Libros) de Eduardo Laporte recoge ese proceso y sus consecuencias en el hombre, perspectiva inusual en la narrativa. La novela, que el autor denomina «literatura de duelo», mezcla realidad y creación, hechos y reflexiones en torno a la culpa, el dolor y la necesidad de asumir la adversidad.
-Resulta difícil establecer las coordenadas literarias de esta obra. ¿Se trata de memorias o ficción? Intercala a lo largo del texto varias definiciones dotadas de cierta ambigüedad, como 'monólogo de dramática autoficción interna' o 'vivencias recicladas con un disfraz de ficción'.
-Decía Walter Benjamin que un buen libro es aquel que trata de diluir un género, destruirlo o crear uno nuevo que se libre de los convencionalismos. No he querido ir tan lejos pero sí he intentado sublimar las experiencias para elaborar una autobiografía narrativa, un texto literario al que he querido imprimir un hálito poético. Hay personajes reales y otros más literarios, como el de Petrus, pero todo dentro de una apuesta narrativa, por muy personal que se presente en muchas páginas.
-¿Qué aconseja al lector que se enfrenta a un drama tan íntimo?
-Se debe leer con libertad independientemente de su naturaleza. Hablamos de un hecho real que reconstruyo del modo que me interesa. Convierto algo doloroso en materia literaria, me libero de corsés y hago trampas que son legales y necesarias, recursos que he visto en autores que me han influido como Thomas Bernhard, cuyos 'Relatos autobiográficos', según los analistas, tenían por lo visto muchas licencias. Lo que relato, el meollo del libro, sucedió, es verdad, y quizás hay quien lo lea de la misma manera que se informa a través del periódico, pero yo defiendo la necesidad de buscar una verdad literaria más profunda y no tanto ejercer de lector espía o cotilla, o aspirar a satisfacer cierto morbo. Aunque esa parte entiendo que está en todo lector y puede ser incluso un extra. No deja de ser lo que llamo un 'cotilleo culto'.
-Coloca al espectador desprevenido en una posición incómoda, tal vez por una cuestión de pudor o debido a la dificultad para empatizar.
-Hay que escribir de lo difícil. Me gusta enfrentarme a los ochomiles literarios. Se podría incluir una advertencia en la cubierta de que este texto puede herir la sensibilidad. Te lleva a la intimidad de un personaje expuesto y rendido completamente que escribe desde la posición de un duelo pequeñito llevado al extremo por algo que no llegó a existir. Desde ese lugar apelo a la última competencia del ser humano para empatizar.
-¿Fue difícil asumir la responsabilidad de escribir sobre esa decisión?
-No se elige, se impone, te ves impelido. Cabe escurrir el bulto o enfrentarte e intentar neutralizarlo. Como digo en el prólogo, lo he escrito y publicado a mi pesar. Entramos en terrenos escabrosos que pueden incomodar al lector. Es literatura del yo a tumba abierta, aunque tamizada con las capas de ficción. Soy muy militante de explorar y exponer nuestros recovecos, luces y sombras, incluso hasta el punto de quedar como un ser ridículo. Así de generoso es ese ejercicio de ponerse mal a uno mismo.
-Es un proceso que no nos ensalza, sino que confiesa debilidades que, generalmente, tratamos de ocultar. ¿Hay cierta voluntad de expiación?
-No somos héroes. A mí me satisface mostrar mis lados menos buenos. Se puede interpretar como una especie de activismo de la intimidad, pero lejos de la obscenidad de las redes sociales, porque la lectura se da en otra clave. Me gusta aspirar a ese compromiso con lo más profundo de nosotros y que algunas lecturas generan. Porque escribimos desde la penumbra y me gusta pensar que el lector pone de su parte para iluminar.
-Pedro Almodóvar asegura que las narraciones que el autor ofrece al público se convierten en artefactos perfectamente ajenos.
-Cuando publicas parece que no lo has escrito tú. Escribes desde algo muy grande dentro de ti, pero te apartas y cobra nueva vida. Se produce cierto desprendimiento y cierras un ciclo. Dejo ahí esa voluntad de tratar la cuestión del aborto desde un nuevo prisma, de bascular hacia el hombre, de mostrar la visión paternal, su implicación derivada de una gestación interrumpida, una voz que no suele aparecer.
-Generalmente, en la ficción y la realidad, la mujer asume el protagonismo en estos conflictos.
-No cuestiono el clásico lema de 'Nosotras parimos y nosotras decidimos', pero la concepción, en el seno de una pareja, es cosa de dos y el hombre tiene algo que decir. Además, el efecto traumático implica a ambos, aunque sea de distinta manera. En nuestro caso, mi pareja ya era madre y la privación que experimenta es diferente a la mía. Por su experiencia, maneja también información que yo no. En cualquier caso, vivimos el proceso desde una unión muy intensa.
-Usted se pregunta a sí mismo si se puede ir de rositas en lo moral tras haber tomado la decisión. ¿Qué descubrió?
-Ingenuamente, así lo creía al principio de este proceso, que sería algo indoloro y aséptico,tanto para mi pareja como para mí, pero no fue así. La figura de Petrus actúa como mosca cojonera que sirve para armar una cuestión moral que está más allá de dogmas. Me pesa y va articulando dudas, cuestiones que el derecho no cierra porque sobrepasa sus límites y también los de la razón. Sólo se puede abordar desde la narración literaria, sólo así se puede acallar la voz de la conciencia.
-¿Habla entonces de la culpa?
-Más que una culpa hay una pena futura y un camino hacia la expiación y la paz interior. Porque el aborto es un ejercicio de antiamor. Tras ver el embrión en una pantalla y su autonomía biológica, se plantea el debate entre la libertad y la crudeza de un acto que deja una dura resaca sin poner en duda el derecho al aborto. Podemos decidir, pero no es una decisión ni agradable ni feliz. No le dimos margen de confianza y la pena nos acompaña y aflige. Cada uno posee su propia sensibilidad y, sin querer hacer política, sí doy un pequeño toque de atención a la gravedad del hecho, una advertencia de que no es una acción ligera, ni moral ni fisiológicamente.
-La decisión se enmarca dentro de un proceso de transformación personal.
-Es una novela de duelo pero también de formación porque, por fin, hago un salto de madurez y me asiento. Dejo una existencia desordenada y trato de conciliar literatura, trabajo y el compromiso sentimental. Quiero dejar atrás el Eduardo más liviano y egoísta, y asumir el nuevo estado con alegría. Pero hay zozobra y una transición como la de Nani Moretti en el 'Caro Diario' de la vida ligera y 'La habitación del hijo', que es un drama.
-Pero la ironía también empapa el dolor.
-Sí, claro, los extremos se tocan. Asumo ciertas contradicciones, convivo con ellas y recurro a la ironía para que no se dé un discurso tan grave. Siempre nos queda el humor, aunque sea negro. En los momentos más duros, se precisa para reírnos de nuestras propias desgracias.
-Sus novelas se han nutrido de la experiencia autobiográfica. ¿Se plantea recurrir a la ficción pura y dura?
-Sí, pero será una ficción vinculada al yo profundo, no me imagino embarcado en algo completamente ajeno, como, no sé, una historia sobre los carlistas del Maestrazgo en el siglo XIX. O quizá sí, si me siento identificado con una vida a priori en las antípodas. Ese es el poder de la ficción, como nos enseñó Kafka con su escarabajo autorreferencial. También considero, por otra parte, que la novela autobiográfica no puede abandonar ciertas leyes de la literatura convencional, como la trama, el nervio, la tensión, así como unas preguntas que hagan al lector querer avanzar.
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