
Pasiones humanas, personajes literarios
Laberinto de espejos. ·
El arte se mezcló con la vida de Proust hasta el punto de que es imposible separarlos y se puede seguir el rastro que condujo a creaciones como SwannSecciones
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Laberinto de espejos. ·
El arte se mezcló con la vida de Proust hasta el punto de que es imposible separarlos y se puede seguir el rastro que condujo a creaciones como SwannNo es que Marcel Proust fuera un enamorado de las artes (esa afirmación es una obviedad) sino que el arte se mezcló con su vida ... hasta el punto de que es imposible separar ambos. La exposición que, con el título 'Proust y las artes', acoge el Museo Thyssen-Bornemisza hasta el 8 de junio es, por esa razón, un todo unitario, un cóctel de los sentidos y un laberinto de espejos en el que se pueden discernir varios planos interrelacionados: el de la sociedad y la época; el de los amigos y los amantes, que a menudo coincidieron en la misma persona; el plano en el que esa sociedad, esa época, esas amistades y esos amores se vierten y convierten en paisajes y personajes literarios; el plano de las devociones estéticas (la pintura, la música, el teatro, la arquitectura, la moda…) así como el de los coetáneos que las cultivaron y, finalmente, el de los retratos en los que estos comparecen y donde el arte se mezcla con la vida, cerrándose el círculo por el que vaga entre perdido y deslumbrado el visitante.
De todas las artes, la que Proust cultivó con más atención, aparte de la escritura, fue la de la amistad. La muestra del Thyssen no es ajena a ese hecho. Sobre el propio Swann que ya comparece en la primera entrega de 'En busca del tiempo perdido', hay tres posibles personajes de la vida real en los que el escritor pudo inspirarse: el crítico de arte Charles Haas, que fue uno de sus conocidos amores; el coleccionista Charles Ephrussi y el amigo neoyorkino Willie Heath, cuyo padre era un magnate que tuvo problemas con la ley y cuya madre se llamaba de soltera Elizabeth Bond Swan, dato este sugerente, sin duda, y que se ha conocido de forma muy tardía. El primero de esos tres amigos aparece en el retrato de grupo 'El Círculo de la Rue Royale', que ocupa un lugar destacado en la exposición. El segundo, en una pintura de Léon Bonnat, también presente en una sala. De Heath, el tercero, solo se tenía noticia por la dedicatoria de 'Los placeres y los días': «A mi amigo Willie Heath / Fallecido en París el 3 de octubre de 1893». Se ha barajado la posibilidad de que, además de amigo, fuera su amante. La causa de su prematura muerte a los 24 años fue una enteritis. Durante mucho tiempo se llegó también a pensar que era un amigo inventado y es el gran ausente de la exposición, el fantasma sin retrato que vaga por las salas reclamando su sitio de honor en el corazón de Proust.
Donde no caben las especulaciones es en los íntimos vínculos que Proust mantuvo con todo el núcleo de los Madrazo, la familia de artistas que descendía del famoso pintor neoclásico. El escritor estuvo enamorado del cuñado de Raimundo Madrazo y del hijo que este tuvo con su primera mujer. De ambos hay constancia gráfica en la exposición. El primero era Reynaldo Hahn, pianista de origen venezolano y hermano de María Hahn de Madrazo, que constituyó uno de los fuertes lazos de Proust con la música y que quizá está detrás del ficticio compositor Vinteuil, autor de la imaginaria sonata que aparece en 'Por el camino de Swann' y reaparecerá en 'La prisionera'. El segundo era el pintor y también virtuoso del piano Federico Carlos de Madrazo y Ochoa, conocido como 'Cocó Madrazo', que sería desheredado por su padre y se suicidaría en 1934. De él es el teatral retrato en el que su colega Arthur Chaplin nos contempla posando paleta en mano y mostrando en la otra extremidad una historiada puñeta de encaje. Si el narrador de 'En busca del tiempo perdido' sufrió el mal de amores, también lo causó. Le dio calabazas al barón de Charlus, personaje esencial en el ciclo que tuvo su modelo real en el poeta y aristócrata Robert de Montesquiou-Fézensac, quien comparece tres veces retratado en el Thyssen.
En la última de las salas dedicadas a 'Proust y las artes', hay una entrañable fotografía en la que nuestro hombre posa con dos amigos de juventud. Los tres tienen poco más de veinte años. Son Robert de Flers y Lucien Doucet, quien deja caer sobre el escritor una mirada que lo dice todo y en la que, quizá por lo que esa mirada tenía de explícita, residió la razón por la que a su madre, Jeanne Weil, nunca le gustó esa foto pese a lo transigente que fue con su sexualidad.
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Ligado a los Madrazo, se halla el apellido Fortuny desde que Cecilia, hija de Federico Madrazo, el pintor romántico, se casa con el célebre acuarelista español. Hijo de ese matrimonio es el pintor y diseñador textil Mariano Fortuny y Madrazo, que tuvo una gran influencia en la vida de Proust, quien admiraba con amistosa complicidad sus creaciones de moda y que tiene una importante presencia en la muestra empezando por su duro autorretrato y siguiendo por una túnica que perteneció al propio escritor, o por un abrigo que lució la condesa Élisabeth Greffulhe, en la que Proust se inspiró para crear un personaje tan fundamental en su obra como la duquesa de Guermantes.
En cuanto a sus fervores pictóricos, no fueron en absoluto limitados. Su adoración por los grandes maestros españoles -El Greco, Velázquez, Goya, Murillo, José Madrazo, el padre de la saga…- no le impidió admirar a Vermeer, Turner, Rembrandt, Renoir, Watteau, Whistler, Moreau, Manet o a Monet, el primero de todos y que hace acto de presencia en una de las nueve salas con sus nenúfares. De esas obras y de sus artistas surge, como síntesis, el personaje Elstir, el pintor imaginario por el que se interesan, en las páginas de 'A la sombra de las muchachas en flor', el propio narrador y su amigo Robert de Saint-Loup, personaje que Proust creó inspirándose en su amigo Louis d'Albufera. La escena tiene lugar en Balbec, lugar costero que también es una creación ficticia inspirada en la localidad normanda de Cabourg.
La pasión estética de Proust se extiende a los paisajes que inventa o recrea, como también a los espacios que albergan las obras arquitectónicas y, entre estas, a las catedrales de Reims, Amiens, Ruán o Notre-Dame. De esa pasión dan fe las obras expuestas de Corot, Helleu, Sisley, Boudin, Loiseau o Guillaumin.
En este breve repaso por la fascinación proustiana ante las artes, ocupa un lugar preeminente su afición al teatro. De ella da fe su fervor por la actriz Sara Bernhardt, que comparece en el Thyssen fotografiada por Paul Nadar en el papel de la Fedra de Racine, y en el maravilloso retrato que le hizo George Jules Victor Clairin desplomada en un chaise longue. Proust convirtió a Sara Bernhardt en La Berma a la que va a ver actuar de jovencito de en 'Por el camino de Swann' contando con el permiso de su padre. Desde los primeros pasos literarios, las artes ocupan un lugar obsesivo en Proust como facetas de la formación y fuentes de inspiración.
La relación de Proust con las mujeres no fue de desdén ni de desinterés. Quizá pudo moverse en las coordenadas de una proyección materna, una identificación cómplice y un platonismo lúdico no exento del lado tormentoso de los celos, pero elaboró a sus personajes femeninos con el mismo esmero que a los masculinos. Si para Odette, la esposa de Swann, tomó como modelo a la escultora argentina Laure Hayman, amante de su tío abuelo y de su propio padre, para Gilberte, hija de los Swann y primer amor del alter ego de Proust, hay dos posibles candidatas de la vida real: Marie Bénardaky, amiga del escritor, y Jeanne Pouquet, esposa del dramaturgo Gaston-Armand de Caillavet. Para Albertine, la mujer más importante del ciclo novelesco, hay menos dudas: siempre se ha dado por hecho que el personaje estaba inspirado en Alfred Agostinelli, el joven que sirvió a Proust como chófer y secretario antes de estrellarse en un avión y dejar al genio sumido en el desconsuelo pese a que nunca respondió como este lo deseaba a su afecto.
En la lista de las féminas proustianas no puede faltar la condesa de Noailles, que comparece en el lienzo de Zuloaga perteneciente a la pinacoteca del Museo de Bellas Artes de Bilbao. La amistad entre Proust y ella, que duró toda la vida, recuerda un poco a la que tuvo el primer Flaubert provinciano con la Colette que le vendía un éxito exagerado en los salones de París. La condesa de Noailles no sería una gran escritora, pero aportaba ambientillo y salsita al cotarro bohemio. Su relación con la escritura era más de personaje que de autora. Hoy sabemos por sus cartas de una paradoja muy humana: Proust la valoró a ella mucho más que ella a él literariamente. Esta empezó a tener conciencia de la genialidad de la obra de su amigo tras la muerte de este. Estuvo ante un gigante pero solo vio a un ser afectivo y desvalido.
La muestra del Thyssen es una fiesta, una orgía tanto para el feligrés proustiano como para el escéptico que sabe ver las grietas en ese esplendor congelado en su caducidad: el asma, el estigma de judío, el afán de gustar a quienes en el fondo se desprecia. Una celebración, sí, para el mitómano y el descreído. Y para quien es ambas cosas a la vez, como lo fue el propio Proust. Como lo dejó constar en esa obra que es, con respecto a su sociedad y a su época, homenaje y venganza.
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