El país del azulejo
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El alicatado es la enseña de Portugal y documenta su historia, cultura y creencias desde el siglo XVluisa idoate
Sábado, 31 de diciembre 2022, 00:05
Primero la importa. Luego la fabrica, populariza y exporta. La convierte en su enseña. La azulejería es el emblema de Portugal. Morisca, holandesa, neoclásica, rococó, oriental, modernista, contemporánea. Figurativa, geométrica. Religiosa, profana. De cuerda seca, mayólica. De patrón. Es la marca del país. Cubre iglesias, ... palacios, centros oficiales, casas, cafés, comercios, estaciones de tren y metro. Invade techos, miradores, pérgolas, escalinatas. Documenta la historia, las creencias religiosas y las corrientes artísticas a lo largo de los siglos; con diseños, tonos y técnicas según las épocas y los artesanos, y una personalidad diferente en cada ciudad. En Oporto, dialoga con el granito; en Beja y Ovar, muestra su evolución desde el siglo XV; en Braga, exhibe las formas abstractas conseguidas al desdoblar en cuatro una figura.
Lo introducen en Europa los mozárabes de Al-Andalus. Enchapan sus palacios con el 'al-zuleique', que alcanza el esplendor en el Califato de Córdoba y el reino Nazarí de Granada. Los alfareros cristianos lo clonan y, en el XIV, los talleres sevillanos lo elaboran y venden. Allí lo descubre Manuel I de Portugal, al visitar a sus suegros, los reyes Católicos, en 1498. Le fascinan su colorido y las imágenes pintadas con la técnica italiana del ceramista Niculoso Francisco Pisano. Encarga 100.000 para el palacio de Sintra. Gustan tanto que, en 1560, comienzan a producirse en el país. Para monopolizar su uso en villas reales y palacios, Bartolomeu Antunes, junto a su hermano João y su sobrino João Nunes de Oliveira, crean el Gran Taller de Lisboa. Fichan a conocidos pintores, sin exclusividad, y controlan el mercado hasta mediados del XVIII.
La nobleza y el clero son los grandes clientes. Son quienes pueden pagarlo y lucirlo. Lo utilizan en la construcción de edificios con distintos fines. La aristocracia reafirma su estatus con ellos. Por eso el palacio de los Marqueses de Fronteira de Lisboa, del siglo XVII, exhibe una ostentosa cerámica de exteriores, con afinados encuadres estéticos y diseños típicos de los jardines cortesanos. El catolicismo los usa para adoctrinar. Capillas, conventos e iglesias se cubren de escenas bíblicas, parábolas y moralejas. Resulta idóneo para divulgar visualmente el dogma entre la población analfabeta. En azul y blanco, según la moda llegada de Holanda. Así aparecen en la capilla de las Almas, la iglesia de San Ildefonso y los claustros de la catedral, en Oporto; el santuario de los Remedios, en Lamego; el convento de Arraiolos de Évora; la Piedad de Óbidos. Y en la iglesia de San Vicente de Fora de Lisboa, que catequiza con 38 paneles de las Fábulas de La Fontaine.
En el XVIII mandan las formas rococó y los contenidos variados. Hay cerámicas con loas y sátiras de aristócratas y de políticos; con enseñanzas eruditas, chascarrillos, descubrimientos científicos y relojes de sol que rigen el pulso ciudadano. Los baldosines 'de figura suelta' salpican cocinas y pasillos con flores, frutos, pájaros y personas, que aparecen a escala real en las 'figuras de convite' de bienvenida al visitante. Abundan los temas profanos, galantes, bucólicos; y las damas acicaladas y los nobles refinados contrastados con gente de aspecto grosero, fumando, bebiendo y engullendo alimentos.
El terremoto de Lisboa de 1755 lo cambia todo. El marqués de Pombal dirige la reconstrucción de la ciudad. La quiere rápida y racional. Los edificios tendrán la misma altura, distribución y ventanas. Se vestirán de azulejos. ¿Por qué? Porque son aislantes, impermeables, luminosos, decorativos y fáciles de producir, colocar y mantener. Se crea la Fábrica do Rato para realizarlos en serie, con coreografías poco sofisticadas y formas geométricas. Se democratizan. Son los populares azulejos pombalinos. Para verlos, basta con recorrer Lisboa. Se producen a escala industrial en el siglo XIX y, en el XX, tapizan las fachadas de todo el país. Con imágenes de santos sobre puertas y ventanas, para ahuyentar un nuevo seísmo. «Un San Andrés de azulejo en la puerta… ¡es una casa portuguesa, con certeza!» Lo canta la fadista Amalia Rodrigues, cuyo retrato en cerámica decora el mirador con su nombre en el pueblo de Alcochete.
Desde que llega a Portugal en 1856, el tren convive con la azulejería historicista y etnográfica de las estaciones; con orlas, molduras, volutas, aureolas y composiciones propias del siglo XVIII. En la de Sao Bento, en Oporto, el pintor Jorge Colaço glorifica el pasado con la entrada de los reyes Juan I y Filipa de Lencastre en la ciudad. La comitiva preside el vestíbulo y dirige al viajero hacia el andén. La escoltan paneles de la batalla de Valdevez contra al reino de León en el siglo XII; de festejos populares y de viejos oficios. Colaço también los representa en la terminal de Vila Franca de Xira: pescadores, molineros, vendimiadores.
El metro de Lisboa es un museo azulejar. La pintora María Keil viste con ellos las diez estaciones que se inauguran en 1959, al comenzar el transporte de viajeros. Le critican quienes lo consideran un arte menor. Pero los artistas no dejan de colocarlos en las paredes de los andenes. Eduardo Nery instala figuras dieciochescas fragmentadas en la parada de Campo Grande en 1993. Julio Resende coloca en la del Jardín Zoológico un plantel de animales y plantas verdes y amarillos en 1995. Y el islandés Errö, nombre artístico de Guðmundur Guðmundsson, celebra la Expo 98 con el caótico y colorista 'Océano' en la de Oriente, donde mezcla la estatua de la Libertad, los sobrinos del Pato Donald, piratas, sirenas, navegantes, corsarios y ballenas.
El antiguo 'al-zuleique' árabe es hoy la divisa de Portugal. Recorre su historia el Museo del Azulejo de Lisboa. Bucea en los arcaicos baldosines vidriados del siglo XV; en los ajedrezados y manieristas del XVI y XVII; en los holandeses del XVIII y en los románticos y eclécticos del XIX y el XX, donde asoman con fuerza los de autor. Y expone piezas únicas. Como el retablo 'Nuestra Señora de la Vida', que sobrevivió al terremoto de 1755 con sus 1.384 azulejos. Reflejan la Lisboa del siglo XIII vista desde el Tajo, salpicado de barcos por el intenso comercio marítimo entre Europa y Oriente, de donde llegaban especias, tejidos y piedras preciosas.
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