Oficios útiles, prohibido casarse y un sueldo de 225 denarios: así era la vida en las legiones de Roma
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Una exposición del Museo Británico desmonta los clichés sobre el ejército que sustentaba el ImperioLuisa Idoate
Sábado, 27 de enero 2024, 00:06
A todos vosotros se os condenó. Os mantenemos vivos para servir a esta nave. Por lo tanto, remad y vivid». El almirante romano Quinto Arrio azuza a los galeotes ante la mirada retadora del preso 41, Ben Hur, que da título a esa película con ... once Oscar. Una escena efectista, pero falsa. El ejército romano solo admitía hombres libres. La presencia de esclavos en él es una de las leyendas que desmonta la muestra 'La vida de la legión en el ejército romano' del Museo Británico, desde el 1 de febrero hasta el 23 de junio. Se apoya en las cartas del soldado Claudio Terenciano a su familia, desde su alistamiento en 110 dC hasta su jubilación. Se hallaron en la localidad de Karanis (Egipto) en 1925. En ellas confiesa sus ansias por enrolarse, los intentos fallidos, el difícil encaje tras conseguirlo, la soledad y la añoranza lejos de casa, las férreas normas, los apuros económicos, la ramplona comida. Se complementan con 200 piezas de la época que documentan cómo el ejército de Roma fue un motor de promoción social y también una engrasada y disciplinada máquina de guerra que, a veces, se amotinaba.
Gobernantes, políticos, conquistadores, filósofos y deslumbrantes mujeres monopolizan el Imperio romano en el arte, el cine y la literatura. Pero, en realidad, lo sustentaba y cohesionaba una legión profesional formada por hombres ansiosos de mejorar sus vidas. Alistarse era una oportunidad para medrar, aunque dura y clasista. A cambio de 25 años de servicio, se ofrecían atractivos incentivos económicos y sociales a todos los aspirantes, pero diferenciados por estamentos.
Los nobles y los miembros de familias poderosas obtenían los mejores destinos y ascensos y solían ejercer a tiempo parcial. Los ciudadanos cobraban sueldos fijos y se jubilaban con una década de salario o tierras, quedando exentos de muchos impuestos y con trato preferente en toda causa penal. Los auxiliares plebeyos como Claudio Terenciano pechaban con los peores trabajos y, al licenciarse, adquirían la condición y los derechos legales de ciudadanos, extensibles a sus familias, y un diploma de bronce que lo acreditaba, como el que otorga la ciudadanía a Marcus Papirus, a su esposa Tapaea y a su hijo Carpinius el 8 de septiembre de 79, y expone el museo.
Se preferían los reclutas con oficios útiles para el campamento: herreros, carpinteros, cazadores, carniceros, campesinos y personas que supieran leer y escribir para las labores administrativas. No debían superar los 35 años ni medir menos de 1,72 centímetros, que luego fueron 1,65. Efectuaban el juramento o 'sacramentum', momento representado en una moneda de oro 'stater' en la muestra londinense. Tras pronunciarlo, no había vuelta atrás; solo la baja médica, la jubilación y la muerte liberaban del compromiso. Quedaban sujetos a la disciplina militar y a la aplicación de castigos corporales. Todo crimen suponía el licenciamiento sin honor y la inhabilitación para el servicio. Se les podía enviar a vigilar fronteras y a pelear contra enemigos en cualquier rincón del imperio.
Excepto a los nobles, el emperador Augusto les prohibió casarse. Si lo estaban al ingresar, el matrimonio se anulaba. La mitad vulneraba abiertamente el mandato y establecía familias de facto, aun sabiendo que sus hijos no podrían heredarles. Un perjuicio que el emperador Adriano enmendó en 119, según comunica al prefecto Ramnio por carta. Dispone que «a pesar de no ser legítimos los hijos habidos durante el servicio militar, también ellos, a pesar de eso, puedan reclamar la posesión hereditaria». Aunque destacaba que el casamiento seguía vetado. «Te pido que comuniques públicamente este beneficio mío a mis soldados y a los veteranos, no para que parezca que yo reconozco su derecho, sino para que se acojan a él si no lo sabían». Con todo, las familias de los legionarios se asentaban en poblados a las afueras de los campamentos, donde también había tabernas, termas, lugares de apuestas, burdeles y, a veces, anfiteatros con espectáculos de fieras y gladiadores.
Cada legión se organizaba en diez cohortes numeradas y divididas en seis centurias de 80 hombres cada una, distribuidas luego en contubernios de 8 personas, que compartían dos estancias de 5 metros. En ellas guardaban las armas, dormían, cocinaban y comían. Debían vigilar las entradas, los baluartes, las casas de los mandos. Arreglar el calzado, limpiar letrinas. Construir carreteras, zanjas, fuertes, puertos, puentes, acueductos, diques. Contaban con altares para rendir culto a los dioses oficiales del Imperio y a los locales de cada territorio. Y realizaban simulacros de batallas y asedios tan realistas que, según el historiador judío Flavio Josefo (siglo I), no se diferenciaban de la propia guerra: «Sus maniobras como batallas incruentas y sus batallas como maniobras sangrientas». Era habitual cubrir marchas de más de 30 kilómetros llevando a cuestas un equipo de 20 kilos, más la mochila con comida y las herramientas para abrir caminos: pala, sierra, pico y canasto.
Roma llegó a tener 600.000 soldados para defender un Imperio que, en el año 116, bajo el gobierno de Trajano, superaba los seis millones de kilómetros cuadrados y se extendía desde Escocia hasta el Mar Rojo. La intimidación y la violencia eran habituales. Los pueblos conquistados les odiaban por invasores; en los registros hay «muertos por bandidos». Enfrentaban rebeliones locales como la del germánico Arminio, que en el año 9 fulminó a tres legiones en la batalla de Kalkriese en el bosque de Teutoburgo, impidiendo la ocupación de sus tierras. En el Británico se puede ver una coraza segmentaria hallada en 2020 en la zona, presuntamente de uno de los soldados de la refriega, y también el único escudo largo de legionario romano que existe intacto en el mundo, cedido por la Universidad de Yale (EE UU).
La dureza del oficio pasaba factura. Según los 'Anales' de Tácito, tres legiones de Panonia (Hungría) se rebelaron tras la muerte de Augusto, en el año 14, al relajarse el rigor militar. Otros afirman que un exactor llamado Percennio calentó el ambiente y azuzó a sus compañeros para amotinarse y arrancar mejoras laborales al nuevo gobierno. Denunciaban los pagos de comida, ropa y equipo y los sobornos a los mandos que mermaban sus salarios «miserables», a cambio de soportar «los golpes y heridas, la dureza del invierno, las fatigas del verano, las atrocidades de la guerra o la esterilidad de la paz». Reivindicaban que, tras 25 años de jornadas extenuantes de trabajo, recibían como jubilación tierras de escaso valor en zonas ignotas, además de «acabar viejos y, en la mayoría de los casos, con el cuerpo mutilado por las heridas».
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