Sábado, 23 de febrero 2019, 00:25
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Iñaki Ezkerra
No es extraño que una época cono la nuestra produzca novelas de carácter apocalíptico, desde el momento en que la propia vida pública se halla tomada por los populismos de distinto signo que necesitan magnificar todos los males para presentarse a sí mismos ... como una solución. Dicho género, que intermitentemente aflora en nuestro país, ofrece dos tendencias bien definidas: la de la clásica novela distópica al estilo del '1984' orwelliano, que no necesita excusa convincente ni coartadas de la realidad para pintarnos un futuro tenebroso sin libertades a la vuelta de la esquina, y la que se inspira en fenómenos reales como el deterioro económico que ha generado la crisis de 2008 o el fenómeno de la globalización. Entre estas últimas, pueden citarse 'Un incendio invisible', novela que la madrileña Sara Mesa publicó en 2017 y en la que describía una metrópoli fantasmal de la que habían huido repentinamente sus habitantes, víctimas de un veloz proceso de desindustrialización que recordaba al de Detroit, o 'Cabezas cortadas', publicada en 2018 por el onubense Pablo Gutiérrez, en la que una desorientada muchacha se instala en una degradada urbe donde los inmigrantes son recluidos en suburbios y perseguidos por siniestras brigadas de voluntarios. Fuera de nuestro país, un mago de los apocalipsis es Michel Houellebecq, que en 2015 nos ofrecía con 'Sumisión' la distopía, hipotéticamente cercana, de una Francia tomada por el fundamentalismo islámico.
Y así llegamos a 'Las abismales', la novela con la que Jesús Ferrero obtuvo el Premio Café Gijón en 2018 y en la que se recrea en la turbulenta fantasía de un Madrid tomado caóticamente por las fuerzas del mal con crepúsculos rojos de «cinabrio líquido» que invaden la madrugada, y aguas que se desbordan arrastrando bóvidos muertos que no se sabe de dónde han salido.
Han salido de la cabeza de Jesús Ferrero que, ante un tiempo como el presente que coquetea con un buen número de miedos y con los fantasmas que pueden inspirarlos, ha decidido echar leña al fuego narrativo y servir al lector en bandeja un Apocalipsis como Dios manda, no exento de una soterrada ironía a la que de vez en cuando se le ve el plumero, pues, entre las masas enloquecidas que pueblan el libro, no faltan los periodistas y los filósofos, o sea los profetas de hoy, que alzan su voz justiciera como los visionarios en las pestes del Medievo o del Renacimiento. Ferrero no ha buscado ni necesitado ninguna excusa en la política o en la economía para justificar esta orgía novelesca. Lo que desata la vorágine de hechos incontrolados es la muerte de la novia de David, el protagonista, un profesor obsesionado con la mitología que pertenece a una familia disfuncional. David tiene dos hermanos, Samuel y Serafina, así como un padre, ahora liado con una mujer de Bucarest, que mató a su madre a disgustos y que ha sido violento con su hija, una niña que padece amnesias transitorias, episodios de sonambulismo y unos graves trastornos nerviosos que la llevan a vivir en 'otra dimensión' desde la que «juzga el mundo y lo interpreta de forma más profunda que los demás». Serafina anda entre pitonisa griega y la niña de 'El exorcista'. Es la silueta inquietante y la voz que se alza profética en lo que podemos denominar un texto coral. Comparece en la novela como un recurrente 'leitmotiv' y se despedirá del lector tendida en la hierba a la vez que viendo auroras boreales cercanas a la Puerta de Alcalá o muchedumbres que corren hacia la de Brandemburgo.
A un discurso narrativo en el que la clásica tercera persona omnisciente a menudo enmudece para dejar que sus personajes se entreguen a una disertaciones que están más cerca de los monólogos que de los diálogos, se suma una reflexión que se encuentra latente a lo largo de estas 240 páginas y que se centra en la naturaleza ambigua, contradictoria, del miedo. Reflexión que tiene sus claves en los dos epígrafes que abren el libro. El primero es una cita de Canetti: «Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido». El segundo es de Nietzsche: «Nada teme más el hombre que lo que más conoce: su animal interior». Aunque se presentan como antitéticas, lo que viene a sostener Ferrero en esta obra, lo que constituye su tesis, es que ambas definiciones del pánico humano no son otra cosa que complementarias; que tememos lo que nos resulta extraño a nuestra naturaleza porque en realidad lo reconocemos como propio, como lo íntimo incluso, que odiamos en nosotros.
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J. Ernesto Ayala
Vaya por delante que esta nueva novela del escritor inglés Julian Barnes, 'La única historia', relata una de las historia más tristes que yo nunca haya leído. No voy a hablar del autor de 'El loro de Flaubert', ni de su obra, sobradamente conocida por todos sus lectores.
'La única historia' se narra en segunda persona. Este es un dato que conviene no pasar por alto, sobre todo si en algún taller de escritura se estudia esta novela. Se elimina el lastre autobiografista, aunque todo lo que se nos narre sea ficción. Y por otro, se nos ahorra la imposición endiosada de un narrador omnisciente.
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Y ahora pasemos al argumento. Solo daré detalles. Un chico de diecinueve años un día juega un partido de dobles de tenis con una mujer de cuarenta y ocho años. Ella se llama Susan y él, Paul. Casi inmediatamente se sienten atraídos. Se ven. Incluso él va a la casa de ella, que tiene un marido con el cual no mantiene relaciones sexuales desde hace veinte años. También la pareja tiene dos hijas, que ya no viven con el matrimonio.
El marido es como si hiciera la vista gorda, porque obviamente a estas alturas, Susan y Paul son amantes. (Todo esto que cuento, lo narra Paul desde su vejez. Susan y su marido ya están muertos). Un día deciden marcharse a vivir juntos. Lo hacen durante diez años, los que le llevan a él acabar su carrera de Derecho. Durante ese tiempo, ella prácticamente corre con todos los gastos. Pero un día todo comienza a torcerse. Un amigo de Paul, que vive con ellos para ayudar a sufragar los gastos, descubre que Susan se bebe su whisky. Y ahí comienza otro relato. El del infierno de ella y el de él, que apenas atina a sobrellevarlo como puede y sólo porque es el amor de su vida.
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Ya he comentado que la novela es muy triste. Paul envejece. Lo hace sin pareja fija y sin hijos. Sólo con el recuerdo de Susan pesando sobre él como un sostén emocional, pero también como una culpa de la cual nunca se podrá reponer. En un momento dado de su infierno, Paul tuvo que dejar a su amante en manos de una de sus hijas, dado que su alcoholismo y su deterioro mental eran para él inasumibles. Como si de ese infierno solo pudiera salvarse uno. Él o ella.
Por momentos recordé la novela de Raymond Radiguet 'El diablo en el cuerpo'. Pero la novela de Barnes no es ningún alegato. Es una historia única.
Iñigo Linaje
No puede ser más sorprendente el comienzo de estas 'Confesiones de un filósofo desaparecido en combate'. Las primeras páginas del libro están compuestas por los informes médicos de un individuo que -supuestamente- padece un trastorno bipolar derivado de su politoxicomanía, amén de otras alteraciones funcionales (no tan infrecuentes en la sociedad de hoy) como la depresión, el insomnio y las tentaciones suicidas. Pero lo sorprendente del caso es que el sujeto en cuestión no es un personaje novelesco ni el protagonista de un relato fantástico, sino un hombre de carne y hueso: Enrique Ocaña.
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Enrique Ocaña (Valencia, 1965) fue uno de los pensadores más lúcidos y prometedores de los años noventa, autor de ensayos como 'Sobre el dolor' y traductor, entre otros, de Ernst Jünger o Jean Améry. De hecho, el presente título parece responder a esta sentencia de Odo Marquard: «La filosofía sin experiencia es vacía, la experiencia sin filosofía es ciega», que no deja de ser un comentario a una máxima kantiana que incide en la necesidad de un pensamiento encarnado en la experiencia.
Y esto es, precisamente, lo que Ocaña nos propone en su relato: una disección de la identidad de aquel estudiante ejemplar de clase acomodada que, con el paso de los años, se convertirá en un joven emocionalmente inestable y drogodependiente. Es decir, una travesía vital devastadora que será narrada con una minuciosidad febril y que resulta absolutamente sobrecogedora por su sinceridad y franqueza. Sus confesiones (herederas de una tradición que inauguraron San Agustín y Rousseau, pero también Thomas de Quincey) están construidas de manera fragmentaria a partir de saltos temporales, y traen -a la soledad presente del protagonista- evocaciones y miedos del pasado.
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Hay dos ejes temáticos fundamentales en el libro: el primero de ellos constituye todo un análisis fenomenológico del mundo de las drogas, en la línea de otros estudios ya clásicos de Albert Hoffman o Escohotado. El segundo reconstruye parte de su historia familiar y los pormenores de su amistad con Miguel Ángel Velasco, al tiempo que exalta la vida como celebración, como proceso de conocimiento nutrido de viajes y lecturas, de músicas y encierros, pero también de encuentros marginales y rituales sórdidos como el de la heroína.
Una de las muchas virtudes de la obra, además del asombroso grado de confesionalismo que alcanza, está en la alternancia de sus voces narrativas. Así, si la primera persona expresa una idea o vivencia, la segunda enlaza esa experiencia a un terreno moral, de manera que ambas conforman un triple campo de acción: psicológico, existencial y filosófico. Adictiva y turbadora, a nadie puede dejar indiferente la textura de una prosa intelectualmente brillante y digresiva, que parece escrita con un afán trepanador. Tampoco el rigor de unos juicios que desmienten (en gran medida) el historial clínico del protagonista.
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Estamos ante un testimonio despiadadamente autobiográfico, sin un patrón genérico preciso, pero que transita los territorios movedizos del ensayo y la memoria. Un libro con marchamo de clásico moderno que, por su desnudamiento y autoanálisis, habría que alinear -con toda justicia- entre las piezas mayores de Juan Goytisolo y Castilla del Pino.
Pablo Martínez Zarracina
Hay vidas en las que parecen caber mil vidas. También hay vidas sometidas a la historia de su tiempo como la plancha de un grabado se somete a una matriz. La del fotógrafo checo František Drtikol consiguió ambas cosas, lo que produce una mezcla de asombro y extenuación. Nacido en 1883 en un pueblo minero de Bohemia, Drtikel murió en 1961 siendo un pionero de la fotografía artística y en concreto un maestro del desnudo, también un veterano muy particular de la PGM, un compañero de viaje comunista y una especie de ermitaño entregado a la introducción en Occidente del budismo y la meditación trascendental.
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Jan Nemec novela en 'Historia de la luz' la biografía de Drtikol. Lo hace de un modo decididamente literario, combinando lo biográfico con su interpretación poética y con la hipótesis puramente ficcional. La libertad que va a tomarse el autor queda manifiesta desde el mismo tono vocativo de la narración. Nemec parece querer contarle a Drtikol su propia vida, adoptando una segunda persona que va de lo lírico a lo taxativo. El problema del libro tiene que ver con una cierta redundancia. El brillo y la intensidad de Nemec realzan la parte biográfica del texto, pero termina desbordándose cuando se encarga del lado espiritual del protagonista, que propende a lo místico y genera frases como esta: «Nunca has dudado de que exista esa otra orilla a la que se puede llegar a nado; aunque fuera en el último sueño, ese del que uno ya no se despierta».
Elena Sierra
«Qué bonito es lo que haces, mamá». «Cuidar de todos nosotros, en realidad. Aprovechar tu vida para lo importante, entretenernos, alimentarnos». «Quiero decir que no imagino un trabajo más satisfactorio que el tuyo. Que el vuestro, el de las mujeres». «Creo que os tenemos envidia» (los hombres a las mujeres, se entiende). «Nosotros no podríamos hacer lo que hacéis vosotras. No lo llevamos en la sangre». «¿No has oído nunca a un hombre decir «a mí me gustan todas las mujeres?» «Pues claro, cómo no». «Entregáis vuestra vida para dar la vida a otro. ¿Qué puede haber mejor que eso?» «Lo mejor de todo es que lo hacéis sin protestar». «¿Vivir? La verdadera vida es la que tú has tenido»... Y así, en tres, cuatro, cinco páginas, el personaje central de 'El aliado' se revuelca en todos los tópicos que están en el centro de la sociedad tal y como la conocemos, que siguen utilizándose para educar, que construyen discurso posmoderno en algunos partidos y generan debates y 'sí pero' encendidos en las mesas... Y pone a su madre hecha una furia. Es lo que busca.
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A los lectores les va a hacer gracia, desde luego, y eso no le quita importancia al hecho de que en tres, cuatro, cinco páginas Iván Repila le pega un repaso de cuidado a la sarta de sandeces sobre las que seguimos construyendo relaciones (de poder). Las deja ahí, desnuditas. Y lo hace desde la novela, una muy bien armada pero en apariencia ligera, protagonizada por ese tipo (I.R.R.) que descubre el feminismo y se lo apropia y quiere convertirse en salvador de las mujeres siempre sonrientes y (pocas veces) violentas que lo rodean. ¡Es la guerra! (Lo es)
Literatura de la buena, también, en el epílogo firmado por Aixa de la Cruz.
Catedrático de Historia Moderna en las universidades de La Laguna y de Las Palmas, Manuel Lobo Cabrera es el autor de 'Isabel de Austria. Una reina sin ventura', libro que rescata del olvido historiográfico a la que fue hija de Felipe el Hermoso y Juana la Loca y hermana del emperador Carlos V así como reina consorte de Suecia, Noruega y Dinamarca al casarse con Cristián II. Se trata de una biografía amena, pero laboriosa dada la escasez de documentación sobre este personaje que tuvo una existencia breve y poco afortunada. Murió con 25 años; apenas trató a sus padres; su esposo la traicionaba con una joven noble y vivió un turbulento reinado que la obligó a exiliarse en Flandes y a vagar durante años por Europa con su marido buscando apoyos para recuperar el trono.
Ganadoras de los premios Pulitzer, National Book Critics Circle y Pen/Faulkner, las novelas de la norteamericana Anne Tyler se han caracterizado por una especial intuición para describir la vida cotidiana de las familias de su país añadiendo a su personajes unas calculadas dosis de simpática extravagancia y amable excepcionalidad. Es el caso de 'El baile del reloj', una obra que se inscribe en la típica narrativa 'feel-good', deudora del género de autoayuda, y que tiene por protagonista a Willa Drake, una mujer que a los cuarenta años pierde a su marido en un accidente y que, tras una inesperada llamada, decide dejarlo todo para acudir en socorro de una chica que se halla gravemente herida y que ha sido novia de su hijo, de la hija de esta, que tiene nueve años y de su perro.
'Mil cigüeñas negras' es una novela de Miroslav Penkov, escritor búlgaro hoy afincado en EE UU, que narra la historia de un joven compatriota que regresa a su país con la misión de localizar a su abuelo y averiguar los motivos por los que este rompió, hace tres años, todo contacto con su familia. Las pesquisas le llevan a una aldea situada en la frontera con Turquía y encaramado a las míticas montañas de Strandja; un misterioso lugar de resonancias paganas cuya dureza pintoresca sintoniza con la del carácter de sus habitantes y en el que las cigüeñas negras anidan en robles gigantescos. El perfecto escenario para que nuestro hombre se pierda en las mentiras de su anciano pariente y termine enamorándose fatalmente de una musulmana que le está prohibida.
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En su novela 'Qué raro que me llame Federico', la colombiana Yolanda Reyes aborda el delicado tema de los hijos adoptados con gran sensibilidad e inteligencia. El hecho de que llegue un momento en que estos deseen conocer sus orígenes no supone en absoluto una traición a las personas que se hicieron cargo de ellos. Esta viene a ser la historia del niño que adopta Belén, una editora madrileña que, tras varios intentos fallidos por quedarse embarazada, opta por la construcción de esa maternidad que encierra unos valores tan profundos y firmes como los de la biológica. Convertido en fotógrafo, ese hijo adoptado viaja a Colombia en busca de sus señas de identidad, pero el viaje no le alejará de su madre adoptiva sino fortalecerá unos lazos tan fuertes como la sangre.
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