¡El maldito argentino otra vez! ¡Es insoportable! ¡No puedo más! Esta semana no ha perdonado la sesión de suplicio ninguna tarde. ¿No puede olvidarse de la esquina de mi calle ni un solo día?; el Casco Viejo de Bilbao es grande (en realidad demasiado ... pequeño, en todo). Toca siempre lo mismo, en el mismo tono y en el mismo orden, con el amplificador de la guitarra al máximo volumen. Si alterara una sola nota me daría cuenta, no es una exageración. Me sé el monótono y empalagoso repertorio de memoria: lo tengo grabado a fuego. Es denso como un puré de cemento, concreto como el odio. El tipo se pone a unos veinticinco metros de mi casa. Vivo en un cuarto piso, pero lo oigo como si diera el recital delante de mí. Y siempre se queda el tiempo que le da la gana; a veces rebasa las dos horas. La ordenanza municipal establece que los músicos callejeros no deben estar en el mismo sitio más de cuarenta y cinco minutos. También, que no pueden tocar ni cantar con amplificadores, pero no lo cumple ninguno, ni se hace cumplir. Suelo amortiguar la murga de este y de los demás torturadores viendo una película con los auriculares también al máximo volumen y aun así lo oigo de fondo, se cuela en mis oídos igual que las cucarachas por debajo de las puertas. Cuando no aguanto más, llamo a la policía municipal; se tienen que saber mi número de teléfono de memoria.
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A veces los polis van de graciosos. Durante un par de días atormentó mi calle un tipo enorme que debía ser inglés: mascullaba en algo parecido al inglés. Llevaba una manta sobre los hombros y estaba ostensiblemente loco. Ni siquiera pedía dinero de un modo claro. Se limitaba a cantar, o más bien al berreo de cosas sin sentido que no tenían ni apariencia de canciones. Le dio por ponerse en la puerta de la panadería, justo enfrente de mi casa. Era perturbador y cargante hasta el hartazgo. Iba a llamar a los municipales cuando vi desde el balcón a dos ellos parados cerca del demente, ignorándolo como si no lo vieran ni oyeran. Me indignó; me molesté en bajar a la calle y fui a hablar con ellos. Eran de los jóvenes, que a menudo son incluso peores que los veteranos resabiados y chulescos. Les dije que resultaba inaguantable el griterío enajenado del tipo y que por favor lo llamaran al orden y al silencio. Uno de ellos, el listo de los dos, escuchó un momento la jerigonza orate del sujeto y me dijo que no era de su competencia porque no era su labor juzgar la calidad de los que cantan en la calle.
Los locos de la zona están censados y no hacen falta más. Hay uno que recorre incansable el barrio a paso rápido mientras medio canta medio declama a voz en cuello unas extrañas salmodias, tal vez religiosas, en una lengua ignota. Como no para quieto, molesta poco. Los fines de semana se agrega al numeroso grupo de negros pedigüeños que desfila con cánticos tribales, bailes, furiosos tamtams y una lentitud implacable por cada calle, sin dejarse ninguna. Consiguen un nivel de decibelios que habría acojonado a los fusileros ingleses que defendieron Rorke's Drift de la horda zulú. Pero la policía no les dice nada, supongo que por si la amonestación se tomara por racismo.
Respecto al argentino, unas veces me hacen caso, vienen y le hacen moverse del sitio, y otras, la mayoría, no. Como tendrá por lo menos sesenta y cinco años y cierta fama por el barrio de tocar bien, hacen la vista gorda. Entendámonos. No pretendo que se evite que toque y privarle de su modesto sustento. Bastante jodido es estar a su edad en la calle, haga frío o calor, a cambio de unas monedas. Pero que toque sin amplificador, solo para la gente que pasa por delante de él y no para todo bicho viviente a cincuenta metros a la redonda. Con eso bastaría. Ese es el problema con el argentino y el resto, los numerosos músicos callejeros armados con amplificadores a los que les gusta esa esquina, por ser de mucho paso de gente.
Me asomo al balcón. Ahí está, sentadito. Ahora toca el indigesto tema de la película 'Juegos prohibidos'. He intentado de todo para librarme de él: desde la amabilidad con pequeñas dádivas de cinco o diez euros, pidiéndole que se fuera pronto porque tenía que trabajar en casa, «justo aquí al lado», y sin ánimo de ofenderle «porque tocas muy bien, pero es que me distrae y tengo que estar concentrado» (como una pastilla para caldo; a veces soy muy gilipollas), pasando por el ruego de que bajara el amplificador y respetara el tiempo establecido, hasta los malos modos y la amenaza apenas velada. Durante pocos días conseguí que más o menos me hiciera caso e incluso que algunas tardes no apareciera, pero siempre vuelve, como el rencor por una antigua ofensa. En el presente toca el tiempo y con el volumen que le sale de los huevos, todas las tardes menos los domingos; será por descanso semanal o por fiesta de guardar.
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La primera vez que hablé con el argentino más allá del par de frases con las demandas consabidas, fue una tarde que volvía a casa con la cisterna llena tras una copiosa sesión de blancos. Así que como estaba pedo, se me ocurrió la tonta idea de acercarme a su esquina (sí, está claro que es de su propiedad) y hacerme el simpático, a ver si de ese modo le caía bien, me daba un poco más de cuartel y conseguía que no apareciese con tanta frecuencia. De entrada, deposité con delicadeza una moneda de dos euros en su funda de la guitarra; más no. Simpatía y un billete a la vez habría sido demasiado. Me quedé parado delante de él con un rictus parecido a una sonrisa. Interrumpió la tediosa 'Scarborough Fair' y me miró con paciente fastidio, a la espera de mi nueva queja. No recuerdo qué pavada le dije para romper un poco el hielo entre nosotros, que era sólido como el de un iceberg. Yo estaba fumando.
─¿Me convidás a un cigarro, pibe?
Se lo di, claro. Y fuego. «Pibe» yo, en fin. Parado frente a él, aprecié esta vez que era más viejo de lo que había creído, quizá ya había cumplido los setenta. Me contó que fue delineante en Buenos Aires, pero que aquí no encontró laburo de lo suyo y tuvo que tirar de guitarra en la calle. Era consciente de que tocaba el repertorio como guiado por un mando de control remoto (ojalá pudiera manejarlo yo para apagarlo, anhelé). No tuve hacia él la menor empatía y además pensé que era mentira, que no era delineante, sino que había sido militar torturador con Videla. Todo su ramillete a los detenidos en la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada hasta que no podían más y cantaban de plano.
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El argentino y yo hablamos de varias cosas más mientras duró su cigarrillo. Apuró el pucho hasta el filtro. Al despedirnos, me preguntó si tenía que trabajar en casa. Mentí como un bellaco.
─Sí, bueno, un rato.
─Pues ya mismo me voy.
Subí a casa satisfecho de mi gestión con el torturador. Me iba a pegar una siesta de las de puños cerrados. Me asomé al balcón. En efecto, el argentino estaba recogiendo su parada y se largaba. Quizá después de todo Dios sí existía y además no me odiaba todo el tiempo. Pero había cantado victoria muy pronto. Mientras me quitaba la ropa en mi cuarto, un solo de saxofón comenzó a sonar tan alto y tan cerca que me dejó estupefacto. Volví al balcón en calzoncillo y camiseta. ¡No me lo pude creer! ¡Un tipo tocaba el saxo con entusiasmo en el balcón del armenio! No hay Dios.
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El armenio vive en un cuchitril (una pequeña oficina alquilada como vivienda) con balcón en el segundo piso de la casa de enfrente. Es un personaje torvo y malcarado (se parece mucho al faquir de ojos febriles que se clava cuchillos en el álbum de Tintín 'El loto azul'), como de mi edad, y pintor lumpen; dicen que pinta con su propia sangre, a ver si le encargan el mural de un crepúsculo con muchos rojos. Es un tipo desagradable y loco, también un borracho. Cuando llega por la noche alumbrado, costumbre cotidiana, suele darle por salir al balcón a leer en voz muy alta versículos del Corán para la calle vacía, y para mí. También le gusta reunir en su covacha a la flor y nata de los pirados y marginales del barrio, numerosos como los elementos de una plaga. Y esa tarde le había tocado la invitación al del saxo, que disfrutaba con que la gente que pasaba por la calle lo mirara. La mía, como la mayoría de las calles del Casco Viejo, no es ancha, así que tenía al saxo, un hombre joven, a tiro de piedra difícil de fallar. Me pareció que no tocaba del todo mal, pero eso daba lo mismo. Con muy mala leche y desde mi balcón, le grité:
─¡Eh! ¡Tú! ¡Cállate, joder! ¡No des el coñazo!
El saxo me miró con sorpresa, dejó de soplar la boquilla del instrumento y preguntó con chulería:
─¡A ver! ¿Por qué?
Calibré hacerle el mayor daño posible.
─¡Porque tocas muy mal, tío! ¡Estás dando el coñazo a todo el mundo porque eres un mediocre! ¡Un mediocre!
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Acusó sobre todo la palabra «mediocre» repetida, como supuse, y no pudo evitar la cara de ultrajado. Se quedó un momento sin saber qué decir y lo aproveché para cerrar el balcón con brusquedad. Acto seguido me dedicó unos insultos clásicos que las puertas del balcón cerradas no me privaron de oír. Aunque ya no lo veía, noté que estaba tocado, dolido, y que si hubiera podido habría intentado extirparme el hígado que por buen servicio mandaré enterrar aparte con honores militares. Dejó de tocar. Durante el breve rifirrafe el armenio declinó aparecer en apoyo de su invitado.
El argentino no volvió la tarde siguiente, para mi solaz. Pero sí al otro día. Estuvo dale que te pego dos horas y media con el amplificador a pleno rendimiento.
Fue guionista de cómic, radionovelas de humor y series de TV. Es autor de relatos y novelas (la última 'El refugio de los canallas') con los que ha ganado varios premios. Ideó y dirige Ja! Festival Internacional de Literatura y Arte con Humor.
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