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La mirada

Los muertos

Fui a llevar unas flores. Allí cada vez son más los que están, y aquí vamos quedando menos. Hablo, claro está, de los importantes. Un personaje de Truffaut decía que a partir de los treinta conocemos más muertos que vivos. A esos muertos los conocíamos ... bien, no como a esos chicos con los que nos cruzamos en el camino, a los que no conocemos y ellos ni siquiera nos ven, como si ya no estuviéramos. En un cuento de Thomas Mann, un hombre camina compungido hacia el cementerio con un ramo de flores cuando ve venir hacia él a un muchacho en bicicleta, que va silbando, sonriente, lleno de entusiasmo y energía, seguramente haciendo planes. El hombre se siente tan poca cosa que cuando el chico llega a su altura le da en la cara con el ramo.

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Cuando yo era un niño, tampoco hace tanto si consideramos la historia de las mentalidades, nos llevaban al cementerio en el día de difuntos, que es el siguiente al de todos los santos. Era día de escuela, pero los maestros y los curas, que eran aliados (los curas tenían derecho de inspección en las escuelas públicas, lo decía el Concordato), lo reservaban para la lección principal de que nos fuéramos haciendo a la idea, cuanto antes, de la vida y de la muerte. Tendríamos ocho o nueve años entonces, y yo no tenía la suerte inconsciente de mis compañeros que jugaban al escondite entre las tumbas cuando el maestro no miraba, se quedaban rezagados y organizaban batallas con las cancanetas de los cipreses. Nunca olvidaré aquellas visitas, como no olvidaré el ataúd blanco de Asensio durante su funeral, al que también nos llevaron a todos.

Siempre se ha celebrado la vida de alguna manera después de una muerte. En el mundo anglosajón dan de comer o sacan algo para picar a los amigos y familiares, y aquí el anís hizo estragos más de una vez en aquellos velatorios de antes, donde se contaban los más desvergonzados chistes picantes. Me resultan del todo ajenas, en cambio, esas fiestas de importación, esos disfraces truculentos de zombis y vampiros, esa alegría extemporánea de botellón. No les daría con las flores a esos muchachos como el personaje de Mann, pero creo que ni tan prematuramente conscientes de lo que hay como en mi infancia, ni haciendo tan burdamente como que aquí no pasa nada.

Escribió el día de los santos Pablo Martínez Zarracina, dejando a un lado por un momento su proverbial ironía, que deberíamos ponernos de una vez con la muerte. No recuerdo en qué película le preguntaban a Woody Allen cuál sería su último deseo antes de morir, y respondía que estar en ese momento en otro lado. En mi lista de deseos, estos son los más importantes: que me apliquen paliativos en las más altas dosis y, si eso es todavía posible, que me engañen un poco, como se hacía antes. Sabré guardar el acuerdo de verosimilitud con el narrador, suspenderé la incredulidad sin pestañear, me tragaré la bola más gorda. Y para lo que se hará después, ya están dadas las instrucciones a quien corresponde. Si hay lugar para la música, 'Las hojas muertas', el poema de Jacques Prévert en la versión de Yves Montand.

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