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Leo con perplejidad el grueso tomo con las cartas de Albert Camus y María Casares que ha caído casualmente en mis manos. Más adelante, saltándome ... páginas sin que apenas se note, siento creciente incomodidad ante un libro que solo puede interesar a eruditos, doctorandos, devotos y otros cotillas. Incomodidad con los remitentes, con las cartas, con el libro. No me explico que la hija de Camus, la hija de la mujer con la que vive su padre mientras envía ardientes cartas de amor, de deseo, de desazón a otra, en las que manifiesta una y otra vez que la vida es un asco porque se divide entre la espera y el corto tiempo en que están juntos, no entiendo que esa hija escriba un orgulloso prólogo a esa larga serie de cartas con poco interés literario, reiterativas, en las que hablan del tiempo, del lugar en que se volverán a ver, de que la vida solo tiene interés en la espera de esa cita, una especie de variante del mito de Sísifo, como no entendí el interés de los hijos de Cheever por unos diarios donde el escritor relata apesadumbrado su sórdida búsqueda de alcohol y chaperos. Da igual si es por afán comercial o para que se vuelva a hablar de sus padres como sea. Más incomprensible aún es que la Casares vendiera a la hija de Camus las cartas del escritor, tal vez para alardear de aquellos quince años que estuvieron juntos, aunque separados.

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