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La pedantería, si no es intrínseca y por tanto irremediable, no es más que una torpe prisa por gustar, que suele producir el efecto contrario al deseado. Quien se apresura a hacerse el interesante solo sale bien parado, en su caso, a pesar de ello. ... Algo así podríamos decir de la vanidad cuando es episódica. A veces una pequeña muestra de vanidad no es más que un erróneo intento de compartir la alegría por algo que nos ha salido bien y de lo que nos sentimos al fin por un instante satisfechos. Lejos de alegrarse con nosotros, aquellos a quienes hacemos partícipes de nuestro éxito, incluidos ingenuamente algunos presuntos amigos, sospechan que tratamos de hacerles de menos por comparación, lo que no nos van a perdonar nunca, y eso si no descubren la gracia de lo que les mostramos y nos lo disputan a dentelladas.

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El conde de Montesquieu, modelo para el barón de Charlus, se sintió ridículo al verse reflejado en el espejo de 'En busca del tiempo perdido' y se fue de París a escribir un libro (tenía pujos de poeta) para rebatir a Proust. Una actitud pedante y vanidosa que produce compasión si no diera un poco de risa. Capote quiso emular a Proust en su última e inacabada novela 'Plegarias atendidas', llevar la vida (de los otros) a la literatura, tras años de no encontrar tema mientras cobraba jugosos anticipos. Tenía material y podía de paso presumir de amistades distinguidas, velando los nombres y desvelando las confidencias. Llegó a creer que sus modelos se sentirían complacidos al reconocerse. No fue así. «Qué pensabas, esto es Proust, guapita», replicó a los reproches, como acuciado por un deber literario y moral, pero ya convertido en un apestado.

Las formas incluso ligeras de pedantería y vanidad pueden ser suficientes para destruir un prestigio, pero a veces, casi milagrosamente, encuentran la comprensión de quienes son capaces de preguntarse por las razones de los otros. Son defectos disculpables al menos por las personas de cierta grandeza que han observado cómo esos pecadillos ya se han tomado cumplida venganza en quienes cometen el error de practicarlos. Incomparablemente más perniciosos que los pedantes episódicos son los falsos humildes que están a la que salta.

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