El marino de los dilemas morales
Tormentas y zozobras. ·
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Tormentas y zozobras. ·
Incisivo, tímido, irritable y depresivo, Joseph Conrad navega veinte años por el mundo y cuenta en sus libros lo vividoLuisa Idoate
Sábado, 3 de agosto 2024, 00:02
Errático hasta los veinte, marino hasta los cuarenta y escritor hasta la muerte. Joseph Conrad (1857-1924) es culo de mal asiento. Abandona el liceo en secundaria y se enrola como grumete. Pierde los ahorros apostando en el casino. Protagoniza un intento de suicidio. Se ... alista en la marina mercante británica y recorre el mundo y todo el escalafón de mando hasta llegar a capitán. Y lo cuenta todo en las novelas que escribe en Inglaterra, donde se asienta en 1896. En ellas escudriña las tormentas y zozobras de personas llevadas al límite, enfrentadas a la adversidad y a sí mismas. Descubre la grandeza, la miseria y los sueños, miedos, prejuicios, rencores y abismos del ser humano; y manifiesta los suyos través de sus personajes, porque es alérgico a las emociones y a las confidencias. «Este defecto me ahorra los aguijonazos de mi timidez», dice a quienes se lo reprochan. «Algunos tenemos por repugnante cualquier despliegue manifiesto de sentimientos propios». Por eso los pone en boca de Marlow, su alter ego en varias novelas. «No soy un escritor de historia, escribo historias», dice. ¿Son biográficas?, preguntan muchos. ¿Acaso importa?, responden otros.
Se llama Joseph Theodor Konrad Naleçz Korzeniowski, pero, harto de que nadie lo pronuncie bien, lo convierte en Joseph Conrad. Nace en Berdichev, en 1857 Polonia y hoy Ucrania. Sus padres, nacionalistas polacos opuestos a la ocupación rusa, son deportados a Vologda y mueren por tuberculosis. Huérfano con once años, vive con su tío y tutor Tadeusz Bobrowski en Cracovia. No le interesan los estudios, salvo la literatura y la geografía. Devora libros. Shakespeare, Dickens. Le atraen los mapamundis y sueña con países exóticos y cálidos, distantes de la fría y melancólica Polonia. Con diecisiete años, muchas ilusiones y pocos francos, se enrola como auxiliar de la compañía Delestang et Fils, que viaja de Marsella al Caribe. Recorre las Antillas, México, Venezuela y Colombia.
De vuelta a Marsella en 1877, deambula sin oficio ni beneficio. Es improbable que desde allí participe en el contrabando de armas de la tercera guerra carlista, como se dice, porque la contienda finaliza cuando llega. También es falso su romance con la supuesta amante vasca de Carlos de Borbón, Rita Lastaola, que aparece en una de sus novelas. Tampoco se dispara en el pecho por ese amor imposible; es una puesta en escena para que su tío le asigne más dinero tras arruinarse con el juego. «Haz algo, cualquier cosa, trabaja, estudia, pero no empieces a jugar al caballero adinerado», se revuelve el tutor. Si no trabaja al cumplir veinticuatro años, le cancela la paga. «No tengo dinero para perezosos».
El ingreso en la marina mercante británica que Conrad propone satisface a Bobrowski, que financia el intento. Viaja a Australia, Sudáfrica, Malasia, India, Sudamérica. No es el lobo de mar que pinta la leyenda. Su ascenso a capitán no es tan rápido y brillante como algunos defienden; los certificados documentan que repite exámenes porque suspende. Le cuesta encontrar empleo y a veces lo acepta en cascarones a punto del desguace. Como el Judea, en el que hace en 1881 su primer viaje a Oriente. Embarca como oficial y, cuando el barco se incendia y explota, ejerce de improvisado capitán en un bote salvavidas con dos tripulantes. Lo cuenta en 'Juventud' (1898), donde el carguero se llama Palestina y su lema es 'hazlo o muere'. «Para mí no era un cascarón arrastrando carbón por el mar. Para mí era el empeño, la prueba, la contienda de vida». Algo «diabólico» sobre lo que uno lee. «No hubiera cambiado la experiencia por nada». En 1886 logra el grado de capitán y la ciudadanía británica.
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Aparentemente Conrad decide su destino a cada paso. Abandona la escuela. Se hace marino. Viaja a los lugares de sus fantasías infantiles. Memoriza lo que vive en ellos sin llevar un diario. Se empecina en aprender inglés. Lo habla con deje polaco, pero lo domina magistralmente en el papel. En inglés escribirá sus novelas. ¿Planificado? Lo niega. «Hubo una adopción, pero fui yo el adoptado por el genio del idioma. Si no hubiera escrito en inglés, no hubiera escrito en absoluto». Le anima a hacerlo John Galsworthy, estudiante de Cambridge con quien traba amistad en 1893 en el crucero Torrens que viaja de Londres a Australia. Le pide leer el manuscrito que redacta para matar el tiempo. Le entusiasma. «Es diferente», le dice. Eso le anima a terminarlo. 'La locura de Almayer' (1895) será su primera publicación y ese su último viaje. Se afinca en Inglaterra y en tres décadas firma catorce novelas, veintisiete relatos y dos biografías.
'El corazón de las tinieblas' (1899) es la obra más conocida. Cuenta su viaje a Congo en 1890. «Cuando sea mayor, iré allí», decía en la escuela acariciando el mapa de África. «Sí. Fui allí», escribe. Pero el país que encuentra no es como lo soñó. Es la barbarie y la infamia contra el ser humano y la naturaleza. Millones de negros mueren asesinados y extenuados por el trabajo. Contrae paludismo y sufre un fuerte acceso de gota, enfermedad que le martiriza toda la vida. Nunca supera la crueldad que ve y vive. «La voz siniestra del Congo, con su murmullo sobre la fatuidad, la vileza y la codicia del hombre, barrió las generosas ilusiones de mi juventud y me llevó a mirar en el corazón de una inmensa oscuridad». Francis Ford Coppola lleva la historia a la pantalla como 'Apocalypse now' (1979), ambientada en la guerra de Vietnam.
«Mira, querida, más vale que nos casemos y nos quitemos de en medio. Mira qué tiempo hace. Lo mejor es casarnos inmediatamente y marcharnos a Francia». Así pide matrimonio a Jessie George (1873-1936), con rapidez porque cree que morirá pronto por la disentería. Se casan por lo civil en Londres el 24 de marzo de 1896; se han visto dos veces en dos años. Él tiene 39, ella 23. Le transcribe los textos. Es mecanógrafa y escritora. En 'Joseph Conrad tal como lo conocí' (1926), lo describe «puntillosamente protocolario», «de exagerada cortesía». Preciso, directo, incisivo. Atusado. Impaciente. Irritable. Taciturno. Depresivo. Fumador empedernido. Con ataques de ira en los brotes de gota. «Pronto se convirtió para mí en un hijo y un marido, a partes iguales. Así sería mientras duró nuestro matrimonio». Asume que busca en ella una esposa, madre, ama de llaves, enfermera, cocinera y secretaria. Tienen dos hijos, Borys y John, y ocho cambios de casa. Le llama «mi querido avestruz», porque desaparece en las mudanzas. Vive por encima de sus posibilidades. Endeudado. En 1908 tiene un descubierto de 1.572 libras. Da sablazos a los colegas. Pide dinero a su editor, James Brand Pinker. «Si me pudieras adelantar 50 libras» y «mándame por favor dos estilográficas, he roto la mía al tirarla por la ventana de un tercer piso».
En 'Joseph Conrad y su mundo' (1935), Jessie Conrad habla de los amigos que frecuentaron sus residencias. Escritores admirados, críticos y también rivales: Henry James, Stephen Crane, Robert Cunningham Graham, Edward Garnett, André Gide, H. G. Wells, John Galsworthy, Guillermo Hudson, Bernard Shaw… Llama interesado, «irrespetuoso y altanero» a Ford Madox Ford, por apropiarse de las obras que escriben conjuntamente -'Los herederos', 'Romance' y 'La naturaleza de un crimen'- y creerse «su padrino literario», cuando solo fue su «estímulo mental» inicial. Y suaviza la aventura que Conrad vive en 1916 con Jane Anderson, periodista del 'Daily Mail', diciendo que «encandiló al padre y al hijo mayor». La llamaban 'el melocotón de Georgia' por su belleza y «había cruzado el Atlántico para conocer al mejor escritor del mundo».
No hay intelectual más próximo a Conrad que Bertrand Russell (1872-1970). Entre ellos surge una amistad instantánea, incondicional, inquebrantable. Un flechazo. «Nos mirábamos a los ojos, medio espantados y medio embriagados al hallarnos juntos en semejante región. La emoción era tan intensa como la de un amor apasionado, y, al mismo tiempo, lo abarcaba todo», escribe el filósofo. Eran casi extraños. Coincidieron pocas veces. «Pero compartíamos cierta concepción de la vida y el destino humanos que, desde el primer instante, anudó entre nosotros un lazo extremadamente fuerte» Conrad le expresa afecto y admiración. «Si nunca más volviese usted a verme y se olvidase de mi existencia mañana mismo, seguiría siendo inalterablemente suyo», dice. Muere el 3 de agosto de 1924 de un ataque al corazón. Russell escribe: «Su inmensa y apasionada nobleza brilla en mi memoria como una estrella».
Vive embarcado veinte años. El mar lo es todo para él. Su hogar. La metáfora de la vida. El escenario de sus aventuras, donde critica la codicia de los imperialismos, que conoce como colonizado y colonizador; la barbarie de las potencias en nombre de la civilización y el progreso; los prejuicios y la vileza frente a lo desconocido. Historias que sopesan el paso de la sociedad victoriana a la eduardiana, del barco de vela al de vapor, de la infancia a la vejez. «Uno sigue. Y el tiempo también sigue», escribe. La vida es «ese arreglo misterioso de lógica sin piedad para un propósito vacío». ¿Qué esperar? «Lo más que puedes pedir es algún conocimiento sobre ti mismo, que llega muy tarde, una colección de remordimientos inextinguibles». «En estas páginas hago una confesión completa, no de mis pecados sino de mis emociones», escribe en 'El espejo del mar' (1906). No oculta nada, advierte. «Es el mejor homenaje que mi piedad puede rendir a los configuradores últimos de mi carácter, de mis convicciones, y en cierto sentido de mi destino: al mar perecedero, a los barcos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado». Junto a 'Crónica personal' (1912), es su libro más biográfico. Pero también se sincera a través del capitán Marlow en las novelas 'Juventud' (1898), 'Lord Jim' (1900), 'El corazón de las tinieblas' (1899) y 'Azar' (1913). En ellas plantea dilemas sobre el bien y el mal, el deber y el honor, la soledad, el miedo, la ética, la moral. Y al final se pregunta: ¿qué es más importante? «¡Aquellos buenos tiempos! La juventud y el mar. ¡El encanto y el mar!», suspira Marlow. «Pero ustedes, todos los que están aquí, han conseguido algo en la vida: dinero, amor -lo que se puede conseguir en la tierra-, pero díganme: ¿no eran mejores tiempos aquellos en que éramos jóvenes en el mar, en que solo teníamos la juventud en un mar que no da nada, excepto rudos golpes y a veces oportunidad para sentir la propia fuerza -solo eso-, no es lo que echamos de menos?».
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