Entre los nicodemos de la frontera oeste no existe el robo. El motivo no radica en la virtud ni el rigor ético, sino en la fisiología: los nicodemos no pueden esconder nada. Como bien sabe cualquier practicante del latrocinio, sea en su versión pública o ... privada, en menudas partes o al por mayor, un requisito esencial de su ejercicio es la ocultación del objeto: la joya en la faltriquera, el caramelo en el dorso de la lengua, el dinero en ese montón amarillo donde unas monedas se confunden con otras. Pero los nicodemos no pueden: son transparentes. Cuando un nicodemo toma un vaso, el rojo del vino es nítido tras el cristal y la mano que lo sostiene; cuando cruza frente a un ventanal, el paisaje llega a quien lo mira sin la interferencia de brazos o piernas inoportunos; no hay nadie bajo la toalla; la lumbre y las bombillas llenan las habitaciones sin sombras, en cuyas paredes, a lo sumo, se dibuja el vago contorno de una medusa.
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Por todo esto, también, la mentira es imposible para los de su raza. Porque mentir consiste ante todo en camuflar el humo negro de las palabras en la garganta, en ese doble fondo donde caben falsas personas, detalles aparentes, lugares y horas que jamás figuraron en ninguna agenda, y en la capacidad de parapetarlas de la vista pública bajo un trago de saliva o un arqueo de cejas que puede querer decir otra cosa, cualquier cosa. Esas maniobras de despiste son inasequibles para los nicodemos, en quienes las intenciones ocultas, que se parecen al hollín que deja la combustión de un cigarro, manchan delatoramente los órganos de la fonación y del deseo, situados en el tórax, haciendo evidente a todos que la voz de la persona y lo que promete siguen caminos contrarios.
Mirar de frente a un nicodemo no es fácil. Da un poco de incomodidad y como apuro seguir el trazado cristalino de sus conductos a través del abdomen, los ríos de mercurio que, expandiéndose por la espalda y el plexo, confluyen en la base de la cabeza. Pero si la respiración o el entusiasmo sexual, por no hablar de las comidas, resultan poco agradables, algo los supera: las figuras que el odio, la duda, el estupor, la esperanza, dibujan en el cráneo hueco, cuando el nicodemo cree que nadie lo mira y contempla melancólicamente sus manos, el lugar que sus manos deberían ocupar.
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