Cuando tuvo que describir el síndrome que lleva su nombre, el doctor Strogoff, que era muy goloso, pidió imaginarse un armario lleno de frascos de mermelada. Igual que aquellos recipientes alineados en los estantes, cubriendo el espectro que va del dorado meloso y como con ... óxido al rojo punteado de coágulos, son las palabras: uno puede tomarlas, desenroscar la tapadera, arrojar el contenido al fregadero y volver a llenarlas con pulpas nuevas. Entonces la palabra sabe distinta, entonces se la puede untar de otra manera sobre el pan caliente, entonces no ocupará el mismo puesto en la balda para respetar la debida armonía cromática. El Síndrome de Strogoff, en resumidas cuentas (y al decir esto la lengua del doctor asomaba bajo las puntas de los bigotes), cambia el envase de las palabras.

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Los afectados por este síndrome, personas que por lo general padecen algún tipo de confusión como resultado de una travesía en barco o el descubrimiento de una verdad enorme, siguen usando las palabras sin advertir, al menos en un principio, que lo que transportan ya no es lo que era. Lo dulce se convierte en ácido, el regusto salado retrocede ante un matiz que recuerda al queso envejecido o el níscalo de noviembre, y pronto, de manera irremediable, el sabor de las frases se aleja de modo dramático de lo que uno realmente pretendía decir. Se sabe de un paciente que gritaba a voz en cuello que había perdido la tranquilidad, y que entre las carcajadas nerviosas de su familia la buscaba en el cajón de los cubiertos, la leñera, el agujero que las hormigas hacen en la superficie de los arriates; de otro que decía no soportar la Estrella Polar, la buena estrella, el estrellato, mientras registraba con manos frenéticas las páginas de una enciclopedia; de un adolescente conmovido hasta las lágrimas por el 'Boletín Oficial del Estado'; de una señorita que se servía para insultar a sus vecinos de los versículos de Bécquer, y de un profesor de universidad, ya jubilado, que no pronunciaba en voz alta el principio de la gravitación universal porque parece mentira que una persona educada se atreva a soltar semejantes obscenidades en público.

En cuanto a mí, desde que me diagnosticaron el dichoso síntoma escribo estas cosas por los cuadernos, resignado, como es natural, a que nadie se entere de nada.

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