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Fue por entonces cuando el desdichado comenzó a mirar de reojo la estatua de la doncella, y a preguntarse si el tacto de sus brazos sería más suave o más tibio que el de las esclavas que le habían consolado en las noches de invierno. ... A la pregunta siguió la obsesión: sin que pudiera explicarse por qué, se vio arrastrado hasta la habitación a horas en que ni siquiera arden las palmatorias, fue impulsado a escalar el plinto y, ya de puntillas sobre el reborde del pedestal, a abrazar los blancos costados allí donde la túnica de marfil comenzaba a curvarse. No había sangre dentro de la estatua, ni aire que templara el mármol de sus labios; sin importarle, él se estrujaba contra la doble hinchazón del pecho y se dañaba los dientes en busca de besos no correspondidos. El amor es estrecho y nada sabe de lo que sucede fuera de él: pronto todos los habitantes de Chipre lo observaban de soslayo al bajar la calzada de la muralla y lamentaban su forma extraviada de mirar o de elegir las palabras.
Había recurrido a hechiceros, sacerdotisas y filtros; había invocado a los demonios de los elementos y las fuerzas de los discos astrales; había interrogado los sueños y explorado las nieblas del infierno en busca de poderes que le sirvieran de ayuda. En vano. Era entonces la fiesta de Venus, diosa terrible nacida en la isla, y se llenaban las frentes de guirnaldas y los altares de sangre de buey. Ante uno de aquellos animales, sacrificado apenas en la mayoría de edad, suplicó por su amor, rogando para que la piedra le devolviera sus abrazos, para que la estatua de su alcoba cobrara vida y le convirtiera en el más afortunado de los hombres. Creía en que ese tipo de cosas suceden, milagros semejantes se leen en los poetas antiguos. Corrió a casa y volvió a estrecharse contra el ídolo, mezclando la saliva con las lágrimas, hasta que la fatiga o el desaliento lo derribaron sobre las baldosas.
Al atardecer llegó Galatea, la escultora. Lo recogió suspirando y lo dejó en el taller junto al resto de las estatuas. En el rincón, permanecía aún el pedestal vacío; se le ocurrió que era mejor tomar la maza y terminar con todo de una maldita vez. Mientras elevaba el astil sobre la cabeza indefensa, tuvo un último pensamiento: a veces los dioses nos castigan concediéndonos lo que más deseamos.
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