El problema, como todos, se remontaba a su infancia: el licenciado Pessoa había abusado de la imaginación. Primero en aquella remota casa de Sudáfrica en que el sol era salvaje como las arenas que acosaban la ciudad, después en el dormitorio de Lisboa, desde cuya ... ventana el cielo se veía lleno de campanas, había pasado horas y más horas sobre un almohadón, espiando las sombras en el aire, siguiendo sonidos que aparecían y desaparecían y parpadeaban y se deshacían en un silencio o una música, dejándose elevar y entonces un castillo de vidrio, o un bosque de ramas trenzadas, entonces quizás el fondo del mar o los abismos de una cumbre, entonces otra vida vertiginosamente distante que lo dejaba vacío y solo y convertido en un muñeco sobre el diván al que el ventrílocuo se ha olvidado de recoger.

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Ese era el problema: y así habría querido explicárselo a los pobres compañeros que se dirigían a él en la oficina de la Baixa sin que lograra enfocarlos del todo, a la pobre señora de la mercería a la que daba el cambio equivocado, o, también, al limpiabotas impaciente frente al que volvía a colocar el mismo pie -el izquierdo, siempre- sin importar que el cuero ya no pudiera brillar más. Podía realizar sus tareas domésticas con una eficacia aceptable; rellenar estadillas o contestar cartas o abrir la puerta del apartamento o saludar de lejos antes de girar en una esquina, pero de repente, ahí, sin previo aviso, venía la bofetada: la imaginación le aplastaba con todo el peso de las cosas, de los sueños, los dolores, las carcajadas, los anillos, de las nubes dispuestas en caballones, de las líneas leídas en los libros, con todo lo que tenía y no había tenido jamás pero misteriosamente sí había tenido porque la imaginación, ay, era espejo nítido en que la vida de verdad se reconocía con mucha más transparencia que en la alcoba que lo miraba.

El licenciado Pessoa se sentaba en su escritorio de la Baixa, detenía la pluma sobre el formulario y comenzaba a imaginar. Las carcajadas, los patios, los anillos, los libros, también la mano que llevaba los anillos, también la pluma que la mano sostenía, también la propia oficina y el escritorio y la propia Baixa, y entonces dudaba. Quizás no eran imaginaciones del licenciado Pessoa, sino del ventrílocuo que lo había olvidado en el diván.

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