Un día, el doctor Kafka decidió que había llegado la hora de dejar de escribir. Se le hacía cada vez más insufrible el esfuerzo de sentarse frente a la mesa, desplegar el cuaderno violeta de costumbre, tratar de que la punta del lápiz encontrara orientación ... entre las ringlas repetitivas de líneas de cruzaban de izquierda a derecha, hasta las costuras de la hoja, y vuelta. Total, para qué: nadie vería jamás aquellas manchas escondidas en el fondo del cajón, llegadas al mundo en mitad de madrugadas de niebla como para no alertar de una indiscreción; nadie aceptaría publicar aquellos monólogos espesos; nadie, ahí fuera, dedicaría un rato a leer sus confesiones de insomnio si disponían de novelas de fórmula o esa nueva literatura que copaba los escaparates, donde los problemas domésticos (divorcios, hipotecas, agendas que no cuadran) eran los únicos que tenían derecho a la tinta.
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De modo que condenó el cuaderno a lo más oscuro del armarito del salón, bajo tres vueltas de llave, y se dedicó a otra cosa. Ahora bien: qué era esa otra cosa, o el mismo hecho de que existiera otra cosa en realidad, resultaba una cuestión peliaguda. En los días siguientes, que se alargaron penosamente en forma de meses, el doctor Kafka procuró concentrarse en las tareas de su oficina, seguir con atención los seriales vespertinos de Radio Bohemia, conversar con soltura mediana sobre los cuernos del secretario de dirección y las nuevas medias de la señorita Z., la del cuarto derecha; fue al cine y al teatro, eligiendo un asiento que no se encontrara muy próximo al escenario pero tampoco en el margen, compró cupones de lotería, invitó a cenar a otra señorita cuyos dientes le gustaron al principio pero que en algún momento de la noche, mientras sonreía, se reveló como un error. Fue ese el punto en que, sin poder evitarlo por más tiempo, el doctor Kafka se vio obligado a correr hacia los servicios, aquejado de un súbito malestar. Frente al lavabo, sacudido por temblores que apenas le permitían contemplar su rostro amarillo en el espejo, hizo amago de vomitar. Vino la primera arcada, y luego la otra, y mientras su estómago subía y bajaba como en una pelea de borrachos, el lápiz ascendió a la mano atascada y comenzó a moverse: a trazar torpes letras infantiles que manchaban de bilis los azulejos.
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