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El recuerdo se parece a aquel río del filósofo, o, mejor, al que corre cerca de mi casa y puedo ver al asomarme cargado de porquería, de envoltorios de golosinas y de animales muertos y juncos y sombreros que se fueron volando, y trae y ... lleva y de repente arroja a la orilla nombres, páginas de libros perdidos, detalles que uno creía clausurados para siempre pero que resulta que sólo aguardaban detrás de la puerta entornada. Así que me acuerdo de los casos de memoria prodigiosa de que hablan los entendidos, y me acuerdo de aquel rey persa que, según Plinio, era capaz de llamar a cada uno de los soldados de su ejército por su nombre de pila, o de aquel otro filósofo italiano al que quemaron en una plaza, Giordano Bruno, que podía recitar de corrido, sin vacilar en un solo hemistiquio, la 'Eneida' y todas sus batallas. También recuerdo que los antiguos dieron en inventar una técnica para retener el pasado que era conocida como Arte de la Memoria, y que consistía en construir castillos en la mente, y palacios y basílicas y edificios plagados de pasillos donde las imágenes y los gestos se guardaban como en el forro de un relicario.
Pero lo que mejor recuerdo es tu forma de mirar levemente oblicua al girarte hacia la ventanilla del metro, y la mueca con la que frunces los labios disgustada (es obvio) con algo en lo que acabas de reparar: un olvido momentáneo, un pico del asiento, el zapato que presiona demasiado el empeine, y cómo a continuación asoman tus dientes por debajo del doble filo de carmín. Recuerdo los dedos afilados y de uñas cortas que rectifican la lana del jersey, los ojos, verdes o fluorescentes, que me dedican un relámpago de atención, a mí, sentado enfrente, antes de que la voz sintética anuncie la próxima parada y te pongas de golpe en pie: recuerdo que tu pantalón tiene un descosido en la zona inmediata a la rodilla y que los zapatos hacen juego (seguramente involuntario) con la horquilla de la sien izquierda. Todo eso recuerdo y lo vuelvo a recordar, aunque nos hayamos visto sólo una vez, aunque aquel viaje en metro nos haya unido y separado para siempre, aunque mi mujer no deje de parlotearme desde la cocina y me vuelva a preguntar que cuándo voy a poner orden en el dichoso trastero, donde apenas queda sitio para las cajas con los juguetes de los niños.
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