Guillermo Gómez Muñoz
Viernes, 31 de mayo 2024, 21:09
La mesa del salón rebosa de papeles y la luz mortecina de una tarde lluviosa de junio se abate con abulia sobre su escritorio. María Moliner dobla el periódico y se refugia entre sus fichas lexicográficas. Lleva casi 15 años elaborándolas, casi tres lustros de ... trabajo solitario y análisis quirúrgico de la lengua para elaborar su 'Diccionario de uso del español'.
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En el diario dedican unas líneas a Kafka, por el aniversario de su fallecimiento. «Kafkiano», así describiría el trabajo que está a punto de finalizar. María Moliner rastrea entre sus fichas. «Se aplica a algo absurdo e inquietante que recuerda la atmósfera de las novelas de Kafka». Como la angustia de Gregorio Samsa, entre sus cuatro paredes, transformado en un ser repugnante. Salvando las distancias, la colosal tarea que se ha impuesto, a veces, la inquieta tanto como el encierro del protagonista de 'La metamorfosis'.
Lleva casi 15 años definiendo palabras. Se enamoró de la lengua en la Institución Libre de Enseñanza. Allí descubrió cómo el léxico bebe de fuentes muy diversas. Una de ellas, los nombres de escritores. Husmea entre sus fichas. «Dantesco: se aplica a las cosas o espectáculos terribles como ciertas descripciones de Dante». A la prensa le chiflan los dramas en escenarios dantescos, aunque la mayoría imiten pobremente la imaginación macabra del poeta florentino. En la M, otro florentino. «Maquiavélico: astuto o hábil para conseguir su objeto con engaño o malignidad». Maquiavelo escribió una obra clave de la doctrina política del Renacimiento y se aseguró su pervivencia en el imaginario colectivo, aunque con un sentido peyorativo. Maquiavélicos son, desde entonces, algunos líderes que anteponen el fin a unos medios éticos.
María Moliner se recoloca las gafas y el gesto la arrastra a otra definición. «Nombre dado antiguamente a los anteojos». En otro tiempo se les llamó «quevedos». Y es que en la imaginación popular quedó la imagen del poeta madrileño siempre ataviado con sus anteojos. «Que se me recuerde por un par de lentes», suspiraría Quevedo, «sobre una nariz ni sayón ni escriba».
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La tarde languidece sobre las huellas de su tarea hercúlea. En la P, se topa con el filósofo griego y lo «platónico», ese rasgo de «los sentimientos o actitudes que tienen aspecto puramente espiritual». En la S, el «sadismo» del marqués de la literatura francesa, esa «perversión que consiste en experimentar placer con el padecimiento de otra persona».
Anochece. Ante ella, el trabajo de los últimos 15 años casi terminado. Ella no lo sabe, pero el Nobel colombiano, tras su muerte, escribe una columna en la que define su diccionario como el «más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana». María Moliner, con un gesto íntimo de vanidad, garabatea en una ficha. «Molineriano». Quizás una lexicógrafa, que aún no ha nacido, la añada a su diccionario: «Cualidad de un proyecto audaz y solitario». Disimula una sonrisa, rompe el papel y lo tira a la basura.
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