
Ana Isabel Alcorta vio por primera vez de cerca a Imanol Petralanda el Domingo de Ramos; entonces, nadie imaginaba que era de la ETA. Dentro ... de la Iglesia de Santo Tomé, la gente se agrupaba para desfilar en procesión al salir de misa. La homilía había estado dedicada a la madre de la niña de cristal, era el tercer aniversario de la muerte de aquella mujer tenue que murió como había vivido, sin molestar. En estos tres años, su ausencia había evidenciado una entrega silenciosa y la familia Alcorta miraba al cielo como nunca lo había hecho antes. Acudieron en pleno a la ceremonia, hasta Nick, el hijo mayor que nunca pisaba la iglesia, se sentó en primera fila.
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Al salir de misa, la fräulein empujaba la silla de ruedas de Ana Isabel esquivando a las beatas con sus palmas bendecidas. Como cada año, algunas niñas estrenaban ropa el primer domingo de primavera y las hermanas Murua comparaban sus trajes de piqué comprados en Bilbao con la falda plisada y blanca de la niña de cristal. Beatriz encajó el rabillo del cierre de pulsera de sus merceditas de charol en la hebilla. Marinieves le había explicado: «Si no lo haces, los zapatos no parecerán nuevos». En el pórtico, la gente se desahogaba del silencio de la liturgia y las voces ascendían hacia la carretera.
En fechas señaladas todo Lizaro se reunía a la salida de misa. A un lado de la Iglesia, en el pretil que bordeaba el estanque de la casa de doña Úrsula, se sentaban los jóvenes. El pretil era un mirador al estanque donde había patos y un pavo real, la mayor atracción del pueblo. Pero a esa hora los jóvenes daban la espalda al estanque, atentos a la salida de misa, apoyados en el murete. Mientras la Procesión de Ramos se alejaba de la iglesia, las chicas comían pipas y los chicos fumaban con desdén.
El veintiséis de marzo de 1973, en el extremo del pretil, Imanol Petralanda fumaba indolente, tenía fama de vago. Llevaba melena, pantalones campana y un macuto color caqui con insignias metálicas colgado al hombro. Vivía en Madrid, pero su tía Agueda lo acogía en verano. No era habitual verlo en estas fechas. Su aspecto había cambiado imitando a los cantantes hippies de la televisión y las miradas femeninas no se apartaban de él.
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Mientras Don Nicasio cruzaba la carretera hacia el hotel, Ana Isabel convenció a la fräulein para sentarla en el murete entre su hermano Nick e Imanol. Le gustaba contemplar el estanque de doña Ursula. Miraba los patos de colores y, cuando el pavo real desplegaba la cola de abanico, aquel festival de cortejo la hipnotizaba. Ahora, su hermano Nick la sostenía por la cintura y la fräulein apoyaba con levedad la espalda en sus piernas, sujetando la silla de ruedas vacía al frente.
Ana Isabel contemplaba la procesión y volvía la cabeza hacia el estanque donde el sol multiplicaba sus haces de primavera. Al girar la cabeza miró a Imanol como si lo viera por primera vez: su pelo largo con flequillo, aquellas extrañas insignias del macuto, la camisa abierta… Turbada ante aquella presencia, movió la melena pelirroja dos veces y ordenó el plisado de su falda que el peso de la fraülein parecía borrar. Pero Imanol, como Nick Alcorta y todos los muchachos, sólo tenía ojos para las francesitas. Las dos hermanas, Ilse y Karen, esbeltas como gacelas, asomaban por la carretera. Era difícil decidir quién era más guapa. Había algo etéreo en su manera de moverse. Llevaban solo dos días en Lizaro. Con el tiempo, se supo que estudiaban ballet y eran de Ginebra; pero el pueblo nunca dejó de llamarlas francesitas. Doblaban la curva de la farmacia con unas minifaldas de cuadros vichy y camisetas ceñidas que enderezaban las miradas masculinas. Vivían en casa del alcalde: un milagroso intercambio libró a Lizaro de dos adolescentes zafios para acoger a aquellas ninfas que habían venido a aprender el idioma. Todos los muchachos deseaban enseñarles a hablar castellano; las chicas temían aproximarse a su belleza. Desde el pretil, unos y otras observaban su avance sensual.
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Cuando la procesión se perdía por la carretera y las francesitas pisaban arrogantes el pórtico, Nick Alcorta relajó el brazo que sostenía a su hermana atento a Ilse y Karen. La niña de cristal giró hacia los ojos de Imanol y la fräulein se desequilibró. Sus manos siguieron la silla de ruedas vacía en la que se apoyaba para no caerse. Nick, creyendo que la fräulein sujetaba las piernas de su hermana, adelantó la cabeza para ver mejor. Cuando ambos se dieron cuenta de que el otro se había relajado, Ana Isabel ya había caído hacia atrás y su falda -desplegada en circulo como una sombrilla-, ocultaba su cuerpo debajo. En el último segundo, la fraülein agarró a la niña de los tobillos. El torso y la cara, escondidos bajo la falda dada la vuelta, quedaron suspendidos hacia el estanque y de las inmaculadas braguitas salían unas canillas escuálidas. Al final del círculo blanco, la melena pelirroja caía en cascada hacia el agua.
La gente se arremolinó en torno al peligro, empujaron con violencia la silla de ruedas vacía a la carretera. Nick Alcorta echó a correr. Intentaba salvar a su hermana accediendo al muro desde el estanque de casa de doña Úrsula. En el revuelo, todos temían lo peor: más de dos metros separaban el pretil del foso del estanque. Algunas mujeres abandonaron la procesión a gritos. Sólo Imanol Petralanda mantuvo la serenidad. Antes de que Nick rozara a su hermana desde el estanque, aplastó a la señorita Katherina y cogió a Ana Isabel por la cintura con sus largos brazos. La fräulein se apartó. Después, Imanol sentó a la niña de cristal en el murete sin esfuerzo, abrazándola. En Lizaro se especuló mucho sobre aquella maniobra, quizás era experto en artes marciales… Nadie volvió a hablar de la indolencia de Imanol Petralanda.
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Ana Isabel Alcorta jamás olvidaría a aquel muchacho que la había zarandeado sin causarle dolor. Acostumbrada como estaba al trato cuidadoso dispensado a una enferma, su fuerza le subyugó. Al volver a su reclusión en el cuarto de arriba, le habría gustado atrapar para siempre en su muslo izquierdo la marca dejada por una insignia del macuto de Imanol. El dibujo invertido quedó grabado en su carne. La fraülein le explicó que aquel era el símbolo de la isla de Wigth, un lugar mágico donde las chicas llevaban flores en el pelo y se celebraba un festival de música que reunía en verano a jóvenes de todo el mundo. La insignia le había hecho una herida muy cerca del pubis. Semanas después, cuando estaba a punto de desaparecer, la niña de cristal dibujó con rotulador aquella silueta y la pespunteó con un alfiler hasta hacerla sangrar. No era la primera vez que se infligía una herida. Tocaba cada noche su superficie abultada hasta que se formó una costra. Pasados unos días, arrancó la postilla y allí quedó un tatuaje improvisado. Sólo la fräulein descubrió en el interior del muslo de Ana Isabel la huella donde se escondía su deseo. Un impulso se expandía inédito al rozar el dibujo con los dedos y deslizarlos hacia la ingle; la estremecía por dentro hasta provocar un gemido profundo al borde de sus labios… ¿Pero, qué era aquello: lo que sucedía entre sus piernas formaba parte de su enfermedad?, pensaba asustada.
Un mes después del Domingo de Ramos, acostada junto a la casita de muñecas, la niña de cristal observaba al muchacho que, de madrugada, abandonó un garaje junto a los Sacramentinos. Tenía un aire a Imanol Petralanda, soñaba con él cada noche. Asomada a la ventana no estaba segura de si era él, pero el gesto de retirarse el flequillo al mover la cabeza bien podía ser suyo.
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La noche siguiente volvió a ver al muchacho salir del garaje abandonado. En la lejana oscuridad, tomaba la senda del Gorbea a tan extraña hora y, bajo el cielo nocturno de Lizaro, iluminado a ráfagas por la luna llena, unos destellos saltarines quizás los provocaban las insignias metálicas de un macuto… Ana Isabel quería saber: ¿serían ciertos los rumores? La densidad de algunas nubes ocultaba a ratos la luna, oscurecía la escena. Rozó impaciente la extraña forma que había quedado grabada en su piel, sin conseguir ver nada más. Antes de dormirse, acarició una y otra vez el círculo del que salían dos bisectrices diagonales como una y griega invertida. Deslizó sus dedos por la huella de aquella herida evocada cerca del pubis, una y otra vez hasta sentir la ola ascendente de placer desconocido. La exploración torpe de su cuerpo se mezclaba con los pliegues de su pensamiento. Sintió el miedo que daba la gente de la ETA; recordó a Imanol Petralanda abrazando su cuerpo inválido cuando la salvó de caer al estanque. Imaginó el hechizo de llevar guirnaldas de flores en el pelo mientras flotaba entre la música lejana y misteriosa de la isla de Wight.
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