Después de una sesión tormentosa, Martín Lutero abandonó la sala de la Dieta de Worms con los brazos alzados y moviendo las manos y los dedos como, según cuenta el cronista, hacen los alemanes que han ganado un lance en un torneo. Fue un gesto ... retador frente a los enfados de Carlos V. Cinco siglos más tarde, el arte de la celebración sigue dando sorpresas; los ganadores del Mundial catarí se burlaron de los vencidos con desplantes y cánticos. La moraleja es obvia: no todo el mundo gana igual.
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El fútbol se impone tanto en todo que, si haces la vista gorda a un puñado de derechos humanos ignorados, también se la puedes hacer a cierta dejación de deportividad. Es cuestión de cifras: más de doce millones de espectadores vieron en La 1 la tanda de penaltis, y eso asusta (y más en La 1, tan oficialista y tediosa). Otras cifras igual de actuales tienen menos gracia; una de cada tres vascas no tendrá hijos, dice el periódico, y la demografía en Euskadi no va del todo bien. O sea, lo de siempre: las noticias preocupantes conviven con otras más explosivas y de más corto alcance; las segundas distraen de las primeras. Curioso además de sombrío. Es como si, cuanto mejor informada, más reacia se mostrara la gente a perpetuarse, y más recelosa del futuro.
Queda escribir libros y plantar árboles; también ahí el fútbol tiene sus modales. No hace tanto que Sergio Ramos pagó sin despeinarse la multa de un cuarto de millón de euros que le impuso el Ayuntamiento de Alcobendas por arrancar ochenta encinas centenarias que le estorbaban en su finca. En fin, solo faltaría.
Lutero, por su parte, se llevó bien con la demografía; tuvo seis hijos con su esposa, a quien había ayudado a escapar de un convento en Sajonia junto con otras once monjas, parece ser que ocultas en barriles de arenques. Si lo hubiera hecho hoy, en 'Sálvame' no le dejarían vivir. En la Dieta de Worms, Lutero habló en latín y en alemán; Carlos V se hacía traducir al francés lo que decía aquel díscolo. Persistió el mal rollo, el luteranismo se impuso en media Europa y ahora estamos donde estamos y cerramos año proustiano y joyceano. Lo poco que Proust y Joyce se comerían hoy si no hubieran existido entonces es otro asunto, y de mucha miga. En fin, felices fiestas.
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