Iñaki Arteta
Sábado, 15 de junio 2024, 00:04
Echadas a puñados sobre nuestros ojos, las imágenes nos atiborran con su falta de originalidad y/o de profundidad. Millones de personas en todo el mundo fotografían cada día del verano la puesta de sol sosteniendo una cerveza en la otra mano. Entre el abaratamiento y la inmediatez de la obtención de fotografías y la inteligencia artificial, la caída en valor de lo comunicado parece hundir el prestigio de la imagen. Pero no la del Fotógrafo. Eduardo Nave (Valencia, 1976) se pasa la vida amontonando ideas en «notas» de su móvil. Ideas que serán sus «proyectos» fotográficos. Al modo de los álbumes temáticos o conceptuales de los Pink Floyd y otros supergrupos de rock de los 80, planea sus trabajos en torno a una obsesión que se va cruzando con… lo que sea.
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Si Werner Herzog dijo que la única verdad en el cine es la verdad de las imágenes, para Eduardo Nave la verdad de sus fotografías está en la verdad de los lugares. Eduardo solo fotografía lo importante. Lugares que reúnen páginas y páginas de historia. Sus visiones personales se alimentan de tal manera antes de visitar los lugares que pretende fotografiar que cuando allá se presenta los conoce como si ya hubiera estado. En ellos se sumerge en clave zen, un poco como es él, lento y templado (probablemente, solo se acelera describiendo sus proyectos). Pasa frío o mucho calor, se mete en el agua del mar o mete el humo en sus pulmones, se ensucia. Siempre cargado con el trípode y a menudo con la cámara de placas. Y así, mira lo que quiere que veamos, para hacernos pensar cuando lo veamos.
Sus meriendas de ensayos le llevan al volcán Tajogaite, a Wuhan o a Río Tinto, a Patagonia, a la playa del desembarco de Normandía o a calles vulgares, por cercanas, que esconden un inmenso reguero de sangre terrorista, como los lugares en los que ETA asesinó. Espacios impasibles por los que uno podría transitar como si nada. Pero no. Hay en ellos un condensado de historia imperceptible pero latente. Aquello existió. Lo que pasó fue ahí. El resultado son fotografías, aparentemente relajadas en su gama cromática, con encuadres de insensata rareza, ausentes de barullo, perspectivas que van roturando caminos visuales que conducen a la emoción. La de la historia.
Sus exposiciones son otra parte del juego representativo: cajas luminosas, ambientes evocadores, todo tipo de tamaños soportes, sorpresa. De la misma manera que los médicos no van a desaparecer, aunque la IA te explique al detalle tus síntomas, la IA tampoco podrá con el arte, o al menos no con los artistas por la testaruda composición cromosónica de la que están hechos. Es seguro que la mayoría de las «cosas artísticas» que vemos, leemos, escuchamos, no trascenderán de puro convencionales. No nos aportan Memoria. La historia, abarrotada de todo, solo permite que perduren los artistas que como Eduardo se la juegan esmerándose en arriesgar ofreciéndonos sus genuinos puntos de vista.
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