El guardián de Venecia
Cuentos para el verano ·
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Cuentos para el verano ·
Rivoalto, año 810 d.C.
La noche es más oscura que de costumbre en Civitas Rivo Alti. Todos duermen al son de los suaves vientos marítimos que se deslizan por las calles y playas. Las barcas y botes parecen hacerse eco de aquel letargo, flotando ... al pairo, mecidas por la marea.
Lo único que se desmarca de aquel ambiente apagado es la silueta de un hombre que vela… Que vela por su isla. La que un día conocería el mundo como Venecia.
Es un pescador andrajoso que permanece sentado cerca de la orilla. Ioannes lleva un tiempo ocultando su identidad, bajo el nombre de Marco. Es mejor pasar desapercibido cuando no se le necesita.
Pero puede que comiencen a necesitarlo pronto.
Las tropas de Pipino, el hijo de Carlomagno, han avanzado peligrosamente en sus ataques. Ioannes sabe lo que el conquistador quiere: dominar o destruir el nuevo Véneto. A pesar de que los lugareños han intentado cerrar todos los pasos marítimos hacia las islas con postes clavados en el limo, con rocas o con viejos barcos inutilizados, el temor sigue respirándose: todos saben de la ambición de los francos.
Ioannes lanza un suspiro hacia el mar. Sabe demasiado bien lo que ocurrirá si se enfunda de nuevo la armadura. Ese instinto brutal que le había convertido siglos atrás en lo que es hoy un mito, volvería a tener rienda suelta.
Se levanta decidido y se sacude la arena acumulada en los pliegues de su sayo. Mira a la línea del horizonte que separa mar y firmamento. Cielo y Tierra. Se siente identificado con esa delgada línea: en él también es muy fina la frontera que separa lo divino de lo humano. Su misión y su instinto.
Marco desaparecerá por un tiempo. Ioannes volvería.
Un caballero de capa gris, con la capucha cubriendo su testa y un peto de cuero negro con un águila tallada, camina lentamente, invisible, insonoro, por las callejuelas del poblado isleño. Se detiene ante una taberna y mira en su interior.
Allí hay un joven marinero que está intentando arengar a sus congéneres para partir a luchar contra los francos. Angelo Partecipazio es un habitante de Heraclea que lo había perdido todo. Es un hombre valiente que piensa más en el país véneto que en en sí mismo. Desde que llegara a las islas interiores tras la invasión de su pueblo, no ha dejado de intentar convencer a la gente de las claves para resistir a los francos. A Ioannes le ha parecido el hombre idóneo para ser su cara visible en aquel lance.
Lo observa desde el exterior y cuando todos lo abandonan y el joven se queda solo en la taberna, entra.
- Tienes que convencerlos, Angelo -la goz gutural hace que Partecipazio se dé la vuelta estremecido.
- ¿Quién… quién eres?
- No importa quién soy yo. Lo que importa es quién eres tú. Si tus motivaciones son las que creo… si lo que buscas es defender el Véneto por encima de todo, entonces yo soy tu mejor arma. La más efectiva, la más rápida… la más mortal.
- ¿Y… en caso contrario?
- Entonces soy una sombra en esta noche que tan solo has imaginado.
Angelo suspira mientras mantiene su mirada a aquel hombre. Necesita creer en alguien.
- Quiero proteger la isla. ¿Puedes ayudarme?
Ioannes asiente con solemnidad.
Y desaparece de pronto, tal y como había prometido. Como una sombra que nunca hubiera existido.
El sol despunta. El manso oleaje parece querer apaciguar los ánimos guerreros de las flotas que en aquel momento surcan la laguna. Ese es el día en que se resolverá el destino del Véneto. El día en que los francos atacarán con toda su flota las islas de Rivoalto.
Ioannes zarpa en uno de los barcos que contestarán el ataque: el barco que capitanea Víctor de Heraclea, un buen marino de la confianza de Angelo Partecipazio.
Ambas flotas, la franca y la véneta, se dirigen hacia el centro de la laguna.
Ioannes se yergue en la parte más saliente de la proa del barco. Suspende su cuerpo hacia delante, sujetándose a los cabos que parten desde allí hasta los mástiles. Como si tuviera prisa por llegar al combate.
La brisa hace que su capa ondee como si él mismo fuera el estandarte de aquel navío. Y en cierto sentido lo es.
Aparece el enemigo. En la línea del horizonte, comienzan a superponerse los barcos de los francos. Son naves mucho más grandes que las vénetas. De mayor envergadura y armazón… pero también de mayor peso. Eso las hace más lentas. Ioannes mira a su alrededor. La tensión es palpable. Una tensión de la que la mansa laguna parece querer permanecer ajena. Como si solo fuera una espectadora neutral de la perentoria confrontación.
Pero Ioannes sabe que no va a ser neutral. La laguna será fiel a sus moradores desde hace siglos. Será fiel a sus hijos.
Los navíos de francos y vénetos se acercan poco a poco. Puede atisbarse el movimiento de los soldados del imperio por las cubiertas de sus barcos, aprestándose para entrar en combate. Ioannes es el único hombre de ambas huestes que permanece inmóvil, entornando su mirada para averiguar la estrategia de los francos.
- Si buscas a Pipino, no está en ninguno de esos navíos -le interrumpe Víctor, que ha dejado el puente de mando.
- Lo sé. El hijo de Carlomagno no hace honor a su padre.
- Deberíamos virar…
- No vamos a virar todavía -responde Ioannes.
- Están muy cerca. No tendremos tiempo para que nuestros barcos huyan.
- Si viramos ahora los francos pueden adivinar que les estamos tendiendo una emboscada. Lo mejor es demorarlo para que los francos nos vean tan cerca que solo puedan optar por seguirnos… que es de lo que se trata. Si no nos persiguen, todo esto no valdrá para nada.
- Pero…
- ¡Seguid avanzando! -grita de nuevo Ioannes cortando los argumentos de Víctor, para que todos le escuchen.
A pesar de la cercanía de los francos, los marineros vénetos sienten una pequeña oleada de confianza al oír su voz.
Pasan los minutos. La laguna, antes calmada, se remueve por el oleaje provocado por las flotas. Todos están preparados para el ataque. Los tripulantes esperan lo inminente. En breve, ambas flotas colisionarán dando comienzo a la batalla.
Ioannes puede escuchar a sus espaldas las respiraciones entrecortadas de sus hombres. Gemidos. Oraciones.
Se gira y dirige su mirada hacia Víctor.
- ¡Ahora! -exclama con fuerza.
- ¡Ahora! -se hacen eco tanto Víctor, como el resto de los hombres de su flota.
Y todas las embarcaciones vénetas viran de borda hacia tierra firme, de vuelta a la costa, para desconcierto de los francos. Como es previsible, las huestes de Pipino, viendo tan cerca a su enemigo, no pueden sino perseguirles.
Ioannes comprueba que todo sale según lo planeado y cruza como una exhalación la cubierta hasta donde se encuentra Víctor.
- ¡Nos siguen! -exclama triunfante.
- Cierto -corrobora Víctor-. Ahora tan solo hay que llevarles al punto indicado.
- La laguna nos ayudará…
- Sí, la marea baja poco a poco.
- No dejes que la distancia con los francos sea insalvable. Que no se desalienten en la persecución.
Los francos navegan a toda vela tras los vénetos, pero no logran darles alcance. Los barcos isleños son más ligeros y de quillas más planas y por tanto menos profundas.
Y eso es precisamente lo que los vénetos quieren aprovechar.
Todo ocurre muy rápido. De pronto, cuando los francos creen tener a sus presas más cerca que nunca, sucede algo. Los barcos del ejército imperial dejan de navegar con soltura. La arena del fondo marino impide progresivamente el avance de algunos navíos y los hace frenar. Otros encallan bruscamente en el limo, haciendo que sus tripulaciones rueden por la cubierta o, incluso, se precipiten por la borda.
Han caído en la perfecta trampa de Víctor de Heraclea, al llevar su persecución hasta una zona de la laguna de muy poca profundidad. Allí solo pueden navegar las embarcaciones vénetas por su constitución liviana y forma plana.
- ¡Los tenemos! -grita Víctor a su tripulación-. ¡Ahora, acabemos con ellos!
Y las naves se vuelven hacia sus previos perseguidores, que permanecen totalmente a su merced. Los rodean y comienza su ataque.
Los arqueros vénetos tensan las cuerdas de sus armas y hacen silbar las flechas en el aire. Muchos de los proyectiles han sido incendiados para que prendan las velas de los barcos imperiales.
La laguna es un mar de sangre y fuego. Los navíos francos parecen teas repartidas por la superficie de la laguna. La previa soberbia de la armada imperial se consume poco a poco entre las llamas.
Víctor sonríe satisfecho.
Hasta que, de pronto, su nave sufre un fuerte impacto y todos caen al suelo.
Han chocado contra una de las naves de Pipino. Por un fortuito movimiento de la marea, un barco imperial ha logrado salir del limo en que los vénetos habían cercado a sus presas. El navío franco tiene seriamente mermada a su tripulación y sus velas arden violentamente. Atacan a la desesperada.
Víctor de Heraclea se levanta. Hay humo y caos por todas partes. Vislumbra a la mayoría de su tripulación en el suelo, por el brutal impacto recibido.
Los francos lanzan cabos con garfios para que se incrusten en la cubierta del barco véneto.
- ¡Nos están abordando! ¡Hay que cortar los cabos! -grita el capitán sin cesar.
Desenvaina su espada y secciona algunos de los cordajes que los enganchan a aquella batalla en la que tiene mucho más que perder que por ganar. Mira hacia sus adversarios: en cubierta hay unos diez soldados encolerizados, con rostros ensangrentados, y rodeados por cadáveres y fuego. Eso los hace temibles.
De pronto, Víctor atisba la figura del caballero más extraño que jamás ha tenido como tripulante.
Ioannes, con su capa gris ondeando al viento y ajeno a la gravedad, parece volar hasta el barco enemigo. Cae de cuclillas en medio de la cubierta de los francos. El caballero se alza lentamente en toda su altura con las llamas a sus espaldas. Y desenvaina su hierro.
Víctor y sus hombres solo vislumbran cómo la decena de francos se abalanza sobre el caballero. Se abalanza sobre la muerte. Destellos de espadas, pasos imposibles, gritos desgarradores y fuego por doquier… minutos después, todo queda opaco por el humo del incendio. Silencio.
Pasa un largo rato sin que nadie vea nada.
- Capitán… -apunta uno de los marineros de Víctor-. Ese hombre ya estará muerto. Debemos aprovechar la confusión y escapar. La flota franca ha sido derrotada.
De improviso, oyen un grito a su espalda, desde la proa de su propia nave.
- ¡Volvamos a puerto de una vez!
Todos se giran. Ven unas espaldas cubiertas por una capa gris, llena de ceniza y de sangre. Con la cabeza oculta también por la capucha. Ioannes vuelve a estar, inexplicablemente, en la nave véneta.
Pasados unos instantes de silencio, todos se ponen manos a la obra. Víctor da las órdenes a toda la flota para regresar a las islas de Rivoalto, mientras en la laguna permanecen flotando miles de cadáveres y los restos de la destruida flota franca.
Nadie entre la tripulación preguntó nada. Nadie buscó las respuestas a aquel suceso. Pero, a partir de aquel glorioso día, una leyenda flotaría en el ambiente de las tabernas de los puertos vénetos.
La leyenda de un caballero gris. La leyenda del protector del Véneto.
Abogado, socio de Deloitte Legal, columnista en El Correo, y escritor de novelas en Destino. El año 2020 publicó 'El Lenguaje Oculto de los Libros'. Ahora prepara una nueva versión de 'Ioannes' de la que este cuento podría ser una trama colateral
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