
Elia Barceló
Sábado, 12 de abril 2025, 00:01
Entre las películas y series que he visto recientemente, una de las que más destaca es 'Adolescence': la historia de un chico de trece años ... acusado de haber asesinado a una compañera de clase. Cuatro capítulos intensos, agobiantes a veces, hechos para invitar al público a la reflexión sobre temas de absoluto interés y actualidad, pero sobre los que en general preferimos no pensar porque es demasiado doloroso y, sobre todo, porque no vemos salida.
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Los problemas con los que se enfrentan las jóvenes generaciones son tan nuevos que ni los padres ni los abuelos tenemos una solución que podamos ofrecerles basada en nuestra propia experiencia, ni siquiera como posibilidad. Los adolescentes, a través de las redes sociales y la vida digital, están viviendo realmente en otro mundo, uno al que nosotros apenas si tenemos acceso. Pero el hecho de que ese mundo y esas relaciones sean virtuales no le quita un ápice de realidad. Tampoco son reales las pesadillas y, sin embargo, nos aceleran el corazón y hacen que nos sintamos mal. El miedo es auténtico, aunque haya sido provocado por un sueño.
Del mismo modo, los conflictos, insultos, humillaciones, bulos que se dan a través de la pantalla son perfectamente reales para quienes los sufren y nadie les enseña cómo enfrentarse a ese tipo de ataques y problemas. Lo que a mí más me ha afectado en la serie británica es la impotencia de padres, profesores y adultos en general frente a la situación; la ignorancia que los mayores muestran y que no les permite ayudar a sus hijos y alumnos porque ni siquiera saben qué les está pasando. Hemos creado una sociedad en la que ya no sabemos vivir, en la que los jóvenes carecen de modelos de comportamiento porque la realidad en la que ellos viven no es la misma que la realidad en la que vivimos nosotros.
El cine y la literatura, desde siempre, nos han ayudado a ir comprendiendo los nuevos desarrollos sociales, a aprender y a tomar postura frente a ellos. 'Adolescence' es una historia importante que recomiendo mucho, precisamente porque no es esperanzadora, ni tranquilizadora, ni «entretenida». Es tan cruel como la realidad misma y es necesaria para que empecemos a pensar en cómo vamos a comportarnos con las nuevas generaciones si no queremos perder el contacto con ellas.
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