Goya, vuelo rasante
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Una biografía de Janis Tomlinson ajusta el foco sobre la vida y la obra del pintor aragonés desde la perspectiva de su tiempobegoña gómez moral
Sábado, 4 de junio 2022, 00:01
El Hospital zaragozano de Nuestra Señora de Gracia figura entre los más antiguos de Europa. Sus inicios se remontan a 1425, pero hacia mediados del siglo XVIII ya había alcanzado una notable reputación como centro psiquiátrico. A pesar de que eso significaba ser más bien ... un lugar de reclusión para «pobres dementes pobres» (dignos de compasión y sin recursos para costearse otro tipo de retiro), brindaba condiciones mejores que la mayoría de instituciones similares. Disponía de dormitorios bien ventilados, galerías y patios abiertos e incluso contaba con el inimaginable avance de un doctor dedicado exclusivamente a los internos. Por esa época, cualquiera que viviera en Zaragoza reconocía a aquella compañía de infelices, uniformados de verde y marrón. Los que se consideraban inofensivos solicitaban limosna mientras acompañaban los cortejos fúnebres y cada domingo formaban un pintoresco grupo en misa. Un aprendiz de pintor llamado Francisco de Goya tuvo ocasión de ver también a los que no se permitía salir y de visitar el hospital a menudo durante el tiempo que, presumiblemente, su maestro Luzán pasó realizando un mural en el interior del edificio.
En 1765 las fiestas de la ciudad coincidieron con la consagración de una nueva capilla y el 9 de octubre se celebró un festejo taurino en la recién estrenada plaza, donde no faltó el joven Goya. Al día siguiente todas las campanas de la ciudad repicaron a mediodía para anunciar la víspera de la celebración y, por la tarde, las estatuas de los santos fueron llegando en procesión desde sus respectivas parroquias hasta El Pilar, seguidas por gigantones, gigantillas y muchachos a caballo en corceles de cartón que brincaban entre la multitud. Décadas después, tras haber pintado a tres reyes y haber sido testigo privilegiado de la turbulenta etapa de la historia que le tocó vivir, Goya recordaría en pinturas, dibujos y grabados tanto a los enfermos mentales como las bulliciosas procesiones con tambaleantes efigies de santos, enmascarados, toros y gigantes. La convivencia entre sagrado y profano; sublime y grotesco; realidad y fantasía, fluía como un manantial desde su cabeza hasta sus dedos.
Janis Tomlinson, una de las mayores expertas en Goya en el ámbito mundial, recorre de nuevo su vida en una biografía que demuestra que la personalidad y la obra del pintor aragonés nunca se agotan. La publicación del libro ha coincidido con la etapa turbulenta de la pandemia y a Goya siempre le han sentado bien las crisis, pero existía, además, el propósito de desmontar una urdimbre que durante décadas -siglos- ha cristalizado en un genio de manual sobre el que, a juicio de Tomlinson, a menudo ha pesado en exceso la interpretación retroactiva de sus lealtades y motivaciones.
En más de una ocasión ha señalado la autora que es falsa la leyenda sobre el 'descubrimiento' de Goya que narra cómo, con apenas 15 años, dibujó con un trozo de carbón la figura de un cerdo en una tapia. Supuestamente acertó a pasar por allí un anciano monje que, fascinado por el talento del muchacho, consiguió que lo llevaran a Zaragoza para estudiar con el pintor más destacado de la ciudad. Lo cierto es que la familia de Goya ya residía en Zaragoza cuando el joven entró de aprendiz. A mediados del siglo pasado, Ortega y Gasset atribuía la persistencia de las historias inventadas en torno a Goya a una especie de 'horror al vacío': a falta de datos fehacientes hubo que inventarle una vida. Por ese motivo sus biografías han sido, hasta bien entrado el siglo XX y salvo alguna excepción, un ejemplo de mitología artística.
Tomlinson ha dedicado más de tres décadas a destejer ese tapiz. Retoma, por ejemplo, la enfermedad de Goya en 1793, considerada como un hito dramático en la vida del pintor que, a la luz de su minucioso estudio, se revela como una interpretación retrospectiva de quienes «recuerdan una vida en lugar de vivirla». Sugiere, en cambio, que el verdadero cambio ocurrió aproximadamente una década después. Zapater, el amigo más cercano de Goya, murió a principios de 1803, el mecenazgo de la corte disminuyó y el pintor se dedicó a su familia, asegurando el bienestar de su hijo, que contrajo matrimonio dos años después; al año siguiente nació un nieto. Numerosos encargos confirman su condición de retratista de cabecera de la sociedad madrileña. Cuando la invasión de las fuerzas napoleónicas supuso la caída de los mecenas a los que Goya había servido durante 33 años, su carrera como primer pintor de corte llegó a un aparente final; un verdadero hito en su biografía.
Más allá de los encargos realizados para los ocupantes franceses, su arte se volvió cada vez más íntimo y experimental, incluyendo bodegones para la casa familiar y alegorías del paso del tiempo. Cuando volvió al grabado, ya no fue para crear una serie destinada al público, como había hecho once años antes con 'Los Caprichos'. En el Madrid desgarrado por la contienda, creó una perdurable meditación sobre la devastación de la guerra, imaginando las atrocidades del conflicto que se materializaba más allá de las lindes de la villa. Grabó en cualquier plancha de cobre que pudo encontrar -con defectos, desechadas-, para registrar el sufrimiento del que fue testigo. Si en algún momento tuvo la idea de publicar esos grabados, su intención cambió cuando el tema se volvió implacablemente trágico. Grabó para la posteridad y dejó las láminas a su hijo. No se publicaron hasta 35 años después de la muerte de Goya.
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