Finales
la mirada ·
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Hay muchas clases de escritores. Están los escritores lúdicos, los escritores didácticos, los serios y los despeinados, los arrastrados y los veloces. El escritor de diálogos convierte todo en un careo, y como no respeta la secuencia de guiones nunca se sabe quién habla; el ... escritor de ambientes se demora tanto en los detalles del mobiliario y el color de los estampados que resulta francamente difícil saber lo que sucede en la habitación, en caso de que suceda algo; el escritor de ideas en realidad no escribe, sino que sigue hablando consigo mismo por intermedio de la pluma o el ordenador, sin importar que nadie escuche. Pero existe un tipo de escritor más raro, esforzado, valioso que ningún otro: el escritor de finales. Bruto era el mejor de ellos.
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La literatura contemporánea, denunciaba Bruto en entrevistas y artículos de opinión, adolece de una falta esencial: no sabe concluir. Novelas que terminan igual que empiezan, que se interrumpen de cualquier manera en cualquier meandro del trayecto, que no saben rematar su curso con una imagen memorable. Para remediar esa epidemia, Bruto se consagró compulsivamente a escribir desenlaces. No importaban los preámbulos, el desarrollo de la acción podía sobreentenderse, fuera menudencias como la formación del carácter o el lento desvelamiento de la verdad terrible: sólo el choque de la última página importaba, la bengala final donde las tramas convergían y se hacían una bajo el inevitable olor a quemado. Como es natural, el gran público jamás supo de él; pero sus finales adornaban las muchas novelas que ganaban premios de postín y copaban los estantes de novedades, vendidas por módicos precios a escritores de un tipo mucho más numeroso que ninguno de los demás: el escritor que no escribe.
Sobre la desaparición de Bruto corren rumores contradictorios. Obsesionado por encontrar un final adecuado a su carrera, llenó cuartillas y probó variantes y realizó cálculos hasta llenar su casa de papeles; hubo que abrirse paso entre ellos para alcanzar el cadáver, que yacía en un rincón, con la piel llena de símbolos que podían ser letras, guarismos, fórmulas cabalísticas, signos del zodíaco. Del brazo derecho, dicen, nacía una larga serie de marcas circulares, negras como lunares o heridas de bala: una sucesión de puntos suspensivos.
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