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Álex Oviedo
Sábado, 31 de agosto 2024, 00:07
Que se llamaba como el poeta, me dijo una mañana mi abuelo. ¿Ángel González?, le pregunté. Yo iba a cumplir trece años y nunca había oído hablar de un escritor llamado así. Pensaba, además, que para escribir poesía uno debía tener un nombre sugerente: Bécquer, ... García Lorca, Machado… Ángel González me resultaba tan de diario como andar por casa en bata, zapatillas y un transistor en la mano escuchando el informativo matinal. Como mi abuelo, que solía ir con un pequeño aparato de radio de la habitación al baño, del baño a la cocina, y lo colocaba sobre la mesa para que le acompañase durante el desayuno. En uno de aquellos programas radiofónicos había escuchado los poemas de un escritor con su mismo nombre y apellido. Un homónimo. Un tocayo, dijo. Y había apuntado algunos versos en una de las libretas que empleábamos para hacer la lista de la compra: «Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo». No era raro que apareciesen personas con idénticos nombres y apellidos. O individuos que se parecían. Un doble. De los dos, uno es la persona de éxito; el otro, quien le sigue a la zaga, como el hermano pobre, aunque entre ambos no exista parentesco, añadió mientras introducía la tostada con mantequilla en la taza y dejaba que el café con leche se llenase de trozos de pan. Le gustaban las migas: con café o con vino y azúcar, que a veces compartía con nuestra perra.
Hoy es 14 de abril, anunció, una fecha que parecía importante para él y que para mí sólo era el ruido en un despertar repleto de bostezos. Cincuenta años ya, insistió. ¿De qué?, pregunté. De la proclamación de la República. Y me habló de aquella fecha, de que sus padres lo habían celebrado sacando la bandera tricolor por el balcón de la casa en la que vivían entonces. Yo iba a hacer catorce años, dijo. Un 14 de abril, repitió para subrayar el día. O como si le sorprendiese la coincidencia numérica. Aunque en Eibar fue el día anterior. Para ciertas cosas, los vascos siempre hemos sido los primeros. Descubrimos Terranova antes de que Colón llegase a América, surcamos los mares más allá del fin del mundo, completamos la primera circunnavegación a la Tierra cuando ni siquiera había un Julio Verne que soñara con ello. Hemos estado siempre a la vanguardia.
A mí la República me quedaba lejos, y he de admitir que tampoco le escuchaba con demasiada atención. Además, me resultaba extraño que en el poco tiempo que llevábamos de desayuno él hubiese mezclado varios temas: que se llamaba como el poeta, que todos tuviésemos un homónimo -incluso un doble-, o que mencionase el carácter de los vascos como algo a reivindicar. Cuando, que yo supiera, él había nacido en Burgos. Del poeta habían quedado un buen puñado de libros; de mi abuelo, los recuerdos que me sirviesen para escribir sobre ellos si hubiera prestado atención a sus palabras. Apenas tenía conocimiento de su pasado y tampoco era habitual que me hablase de él. En casa sólo había una pequeña fotografía de mis abuelos, en blanco y negro, de tonos casi plateados, en la que se los veía el día de su boda: él vestido con un traje oscuro, corbata a rayas y el pequeño bigote que perfilaba su rostro; ella con chaqueta clara, un sombrero negro y una enorme sonrisa, tan blanca como el ramo de claveles que sujetaba en sus brazos. En alguna ocasión me había contado, casi de soslayo, que durante la toma de Bilbao había escapado a Zaragoza, cerca de Casetas, donde había conocido a la que sería su esposa. También que había sido detenido en el frente aragonés y que había acabado bajo la protección de un capitán del bando nacional. Porque era el único de los presos que sabía escribir a máquina, repetía orgulloso.
Ángel González, murmuró de repente, como si el nombre del poeta le recordase a alguien. En Casetas conocí a un soldado que se llamaba igual que yo. Y desplazó la mirada hacia el techo. No sé si alguna vez fui republicano, murmuró luego a modo de confesión; fue al final de la guerra cuando me obligaron a tomar partido por el bien de tu abuela y, más tarde, de la familia. Que en este país siempre gobernarán los mismos, se apelliden republicanos o monárquicos, carlistas o nacionalistas, demócratas o autócratas…
Dejó la frase en suspenso. Podríamos festejar este día, sugerí con cierta inocencia. Sonrió. Y yo con él. «Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo, volvió a leer». Y me lo imaginé huyendo de Bilbao, cambiándose de nombre para que nadie supiera que había intentado defender la ciudad del ataque de las tropas de Franco. Mejor dejarlo como está, comentó. En esta España es preferible no significarse. Fíjate lo cerca que hemos estado de volver al pasado. Arrugué el ceño al no entender lo que quería decir. El 23F, recordó, como si esa otra fecha fuese el contrapunto de la que yo pretendía celebrar con él. Y subiendo el volumen de la radio me hizo ver que no íbamos a seguir hablando de ello.
A partir de aquella mañana me dio por felicitar a mi abuelo cada 14 de abril. Imagino que quería que el Día de la República -de una trascendencia histórica que todavía se me escapaba- se convirtiera en una efeméride relevante para ambos. O lo fuera para él, le hubiese costado medio siglo confesarlo y me apeteciera recordárselo. El tiempo y mi juventud acabaron distanciando las felicitaciones para diluirlas en la nada. Porque tuvieron que pasar varios años hasta que volvimos a referirnos a aquel acontecimiento. En el hospital, en plena Semana Santa. A mi abuelo acaba de darle un derrame cerebral y apenas podía articular palabra. Se le había paralizado la mitad del cuerpo y en su rostro sólo se dibujaba una irreconocible mueca.
Ángel, dije, empleando el nombre con el que quería que nos dirigiésemos a él en vez del grado de parentesco. Ángel González, subrayé. La semana que viene la proclamación de República hará sesenta y siete años. Habrá que celebrarlo, ¿no?, sugerí. Creí ver en sus labios el amago de una sonrisa. Pero era sólo imaginación. Tendremos que celebrarlo, insistí en un intento de que mis palabras le hicieran reaccionar.
Y quizás él sí lo celebrara, pero lo hizo a su manera. Tras varios días de convalecencia, murió, precisamente, el 14 de abril. Una fecha señalada, comenté en el funeral ante familiares y amigos, con una mezcla de emoción y orgullo: mi abuelo había permanecido fiel a sus ideas incluso a la hora de morir.
Con su permiso, anuncié desde el púlpito, me gustaría leerles los versos de un poeta que descubrí hace unos años gracias a mi abuelo y que, como él, se llama Ángel González. El poema se titula 'De otro modo'. Desdoblé una pequeña hoja y leí con la mayor claridad que me dejó el nudo que aún permanecía en mi garganta:
«Cuando escribo mi nombre, / lo siento cada día más extraño. / ¿Quién será ése? / me pregunto. / Y no sé qué pensar. / Ángel. / Qué raro».
Enterramos a mi abuelo en un nicho que tenía la familia en el cementerio de Derio. Y me propuse, quién sabe el motivo, desechar todo lo que tuviese que ver con aquella fecha tan significativa para él. Meses después conocí a quien acabaría siendo mi esposa. Yo apenas había tenido relación de pareja pero aquella mujer me atraía. Tenía los ojos de un azul profundo y una sonrisa luminosa, como la del retrato de bodas de mis abuelos. Al poco de comenzar a salir juntos supe que había nacido un 14 de abril. Qué casualidad, murmuré para mis adentros. Aunque no dije nada. Que se llamase María Cristina -nombre de reina regente y el comienzo de una canción que mi abuela entonaba cuando se enfadaba con su marido-, resultaba contradictorio. Pero sentía que los astros me marcaban el sendero hacia un porvenir de prosperidad. Una circunstancia que me empujó a cortejarla con más brío: le enviaba cartas manuscritas en las que declaraba mi amor incondicional, le hacía regalos en los días marcados en rojo en el calendario, la invitaba a restaurantes elegantes o a conciertos. Tal como hubiera hecho mi abuelo.
Fue ella quien me invitó a cenar con motivo de su cumpleaños. El Día de la República, comenté mientras nos sentábamos a la mesa en un restaurante que a ambos nos gustaba. Y le conté la historia de mi abuelo, las casualidades en los nombres, en las fechas, en las efemérides. La proclamación de la República, confirmó con una sonrisa. Y casi veinte años antes, la noche en la que se hundió el Titanic.
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