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El tiempo y la ciencia demuestran la falsedad de algunos hallazgos que se anuncian, se aceptan y celebran sin pruebasluisa idoate
Sábado, 5 de junio 2021, 02:27
Cráneos de cuarzo precolombinos, gigantes bíblicos, hombres del Paleolítico, la más antigua inscripción en euskera, el primer Calvario, pinturas rupestres… Las lista de fraudes y fiascos arqueológicos es larga. Los reivindican exploradores, investigadores, arqueólogos y antropólogos, que en ocasiones no lo son. Unas veces les ... empuja el afán de notoriedad, otras el de dinero y casi siempre ambos. Las estafas funcionan, porque nadie es inmune al engaño. Pero la profesionalización de la arqueología y los avances tecnológicos han acabado con montajes que aguantaron décadas sin desenmascarar y hoy sucumben a un estudio riguroso. Carecen de localización, investigación y metodología; de limpieza, procesado y análisis de muestras en laboratorio; de documentación, datos, registros, fotografías… A quienes vocean a los cuatro vientos asombrosos hallazgos sin verificar, la ciencia replica: el que afirma prueba. No siempre fue así. En el siglo XIX, se vendían como rosquillas las piezas falsas con misterio incorporado.
Lo tiene el Gigante de Cardiff (Nueva York), hallado en 1869 en la granja de William 'Stub' Newell. En realidad lo crea su primo George Hull, tras discutir con un clérigo sobre el pasaje 6.4 del Génesis: «Por aquel entonces, había gigantes en la tierra». Compra una pieza de yeso de más de tres metros y encarga al escultor alemán Edward Burghardt convertirla en una suerte de hombre fosilizado que dé el pego. Lo entierra en la propiedad de 'Stub', para que lo encuentren los peones Gideon Emmons y Henry Nichols al abrir un pozo. Empieza cobrando 25 centavos por ver al que llama 'Goliat petrificado'; luego, un dólar. Al olor del dinero, el promotor David Hannum, conocido por su frase «cada minuto nace un tonto», compra el 75% del negocio para explotarlo a lo grande. El Gigante se va de gira. Para los integristas religiosos es auténtico, porque lo dice la Biblia; para los historicistas, una escultura antigua; y los científicos lo creen un fiasco. El geólogo J. F. Boynton, de la Universidad de Pensilvania, considera «absurdo» pensar que sea un hombre fósil. Otheniel C. Marsh, paleontólogo de la Universidad de Yale, lo llama «simple muñeco de yeso» y «notable fraude». Más práctico, el anatomista Oliver Wendell Colmes no le encuentra el cerebro al taladrar un agujero tras una oreja. Los periodistas demuestran que Hull compró el bloque de yeso en Fort Dodge (Iowa) y, en 1871, reconoce el engaño. Y, mientras alega que lo hizo por criticar la fe ciega del radicalismo religioso, le sale un competidor.
En la puja por el negocio del 'Goliat petrificado', Hull gana por la mano al empresario de espectáculos Phineas T. Barnum, que contraataca. Encarga una réplica exacta. La exhibe. Le sale bien. El público paga igual por ver al 'falso-auténtico' que al 'falso-falsificado'. Estalla la disputa. Barnum dice tener el verdadero Gigante de Cardiff; Hull lo denuncia. Acaban en los tribunales. El juez sentencia que no se puede culpar a nadie por falsificar una falsificación. La estatua falsa de Hull se expone hoy en el Farmer's Museum de Cooperstown, Nueva York; la 'falsificación falsificada' está en el Marvin's' Marvelous Mechanical Museum, en Detroit. Y miles de visitantes pagan por verlos.
También compramos entradas para ver a Indiana Jones perseguir una calavera de cristal con poderes mágicos, como las que algunos coleccionistas del XIX compraban como auténticas. La más famosa es la del Destino, que la hija del arqueólogo Frederick Albert Mitchell-Hedges, Ann, dice encontrar en 1943 en Lubaantún, Belice, en su 17 cumpleaños. De una pieza, con 13,5 centímetros de diámetro, 5 kilos de peso y 3.600 años de edad.
No convence a los científicos: no hay fotos del hallazgo ni datos del yacimiento. Por el contrario, existen documentos de su subasta en Sotheby's en 1943 por 340 libras; no se vende y Mitchell-Hedges la compra en 1944 a su dueño, Sidney Burney, por 400. Muerta Ann, la hereda Bill Homann, permite al Instituto Smithsoniano analizarla en 2007. Concluyen que se fabricó hacia 1930, imitando a la que el Museo Británico adquiere en 1856 en Tiffany's por 120 libras. Perteneció a Eugène Boban, que, entre 1860 y 1890, comercia con antigüedades precolombinas auténticas y falsas en México. Se le señala como gestor y vendedor de las calaveras, entonces con gran demanda. Su cliente Alphonse Pinart dona tres al Etnográfico del Trocadero de París en 1878. El coleccionista mexicano Luis Constantino vende otras dos al Nacional de Antropología de México, en 1874 y 1880. El propio Smithsoniano consigue en 1886 una de Agustín Fischer, exsecretario de Maximiliano I de México; y en 1993 recibe una anónima que, según su nota adjunta, fue del presidente mexicano Porfirio Díaz.
Pocos fraudes son tan escandalosos y pertinaces como el del Hombre de Piltdown: el cráneo mostrado al mundo en 1912 como el eslabón perdido entre los humanos y los simios. Lo hallan en esa localidad del sur de Inglaterra. Lo presentan en la Sociedad Geológica de Londres el arqueólogo aficionado Charles Dawson y el paleoantropólogo del Museo Británico Smith Woodward, que lo bautiza 'el hombre de los albores de Dawson' en honor a su socio. La comunidad científica valida sus huesos, que presentan ciertas similitudes con los de humanos y monos. El hallazgo se admite como auténtico durante 40 años. Pero, en 1953, Kenneth Oakley, Wilferid Le Gross y Joseph Weiner, del Museo de Historia Natural de Londres, demuestran que los huesos tienen menos de 50.000 años: el cráneo es humano y la mandíbula de orangután. Los tiñeron de marrón para aparentar mayor antigüedad, y rellenaron sus grietas con gravilla sellada con masilla dental. Al haber fallecido en 1916 y 1944, Dawson y Woodward no respondieron por su fraude.
Sí lo han hecho Eliseo Gil y Rubén Cerdán, condenados en 2020 a dos años y medio y un año y tres meses de cárcel respectivamente por estafa y falsedad documental por los 'hallazgos' del yacimiento de Iruña-Veleia, Álava. Los presentan en 2006 por todo lo alto: las inscripciones descubiertas cambiarán la historia del euskera y del cristianismo. Entre ellas están el primer Calvario, un jeroglífico egipcio y la primera frase en euskera. No se validan científicamente las 476 piezas supuestamente desenterradas; pero se anuncian en una rueda de prensa, encabezada por el entonces diputado de Cultura de Álava, Federico Verástegui, y el consejero delegado de la sociedad pública y patrocinadora Euskotren, Julián Eraso. Muchas voces críticas expresan sospechas. «La iconografía cristiana que han presentado produce perplejidades en cadena, cuando no estupefacción», advierten el filólogo vasco Joseba Lakarra y el medievalista Juan José Larrea. «Solo cuando el equipo de Veleia exponga en publicaciones especializadas y reuniones científicas los elementos de datación de que ha ido disponiendo para los 'graffiti'; cuando publiquen el primer estudio y el primer corpus de inscripciones y de imágenes; cuando esto se someta a discusión por los especialistas; entonces empezaremos a tener algunas seguridades». En noviembre de 2008, un comité científico certifica su falsedad. Hacerlo a tiempo hubiera evitado que el fraude de Gil y Cerdán resucitara el fantasma de otro fiasco arqueológico alavés.
«La Altamira vasca». Así se presentó «el santuario rupestre» que Serafín Ruiz dijo descubrir en marzo de 1991 en la cueva de Zubialde (Álava). Figuras de manos, cabras, bisontes, rinocerontes lanudos, un mamut… Para el entonces diputado de Cultura, José Ramón Peciña, era «el mayor hallazgo prehistórico de la última década y el más importante del País Vasco». Tres especialistas en prehistoria las inspeccionan y dan por buenas: Jesús Altuna, Juan María Apellániz e Ignacio Barandiarán. Las datan en el Paleolítico Superior, entre los años 13.000 y 10.000 aC. Todo se viene abajo cuando 'The European' publica un artículo de los arqueólogos Peter Ucko, de la Universidad de Southampton, y Jill Cook, del Museo Británico: los mamuts y rinocerontes de Zubialde habían desaparecido del sur de Europa miles de años antes; por tanto, eran falsas. Se abre una investigación que lo ratifica dieciocho meses después. Hasta se detectan restos de estropajo en alguna imagen. Y Serafín Ruiz devuelve los 12,5 millones de las antiguas pesetas de la recompensa.
El titanio es el caballo de batalla para dilucidar la falsedad del mapa de Vinlandia, que la Universidad de Yale presentó en 1965 como demostración de que los vikingos alcanzaron América antes que Colón. Muestra Europa, África, Asia y algo semejante a la península del Labrador, la isla de Baffin o Terranova; y la leyenda de que, hacia el año 1000, Leif Eriksson, hijo de Eric el Rojo, descubrió la tierra que llamó Vinlandia por sus viñedos. Fue una donación del magnate Paul A. Mellon, que lo compró en Génova por un millón de dólares en 1957. Se incorporó a la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de Yale, aunque muchos expertos dudaban de su autenticidad. En 2002, investigadores de la Universidad de Arizona, el Laboratorio Nacional Brookhaven y el Instituto Smithsoniano sometieron un fragmento al análisis del carbono 14 y determinaron que el pergamino era de 1434, con una oscilación de diez años. Pero el debate seguía abierto: el soporte podía ser anterior a Colón y la inscripción no. Es lo que concluye otro estudio del mismo año, de los profesores de Química de la Universidad de Londres Robin Clark y Katherine Brown, que analiza espectroscópicamente el pigmento y ratifica lo que el microanalista forense Walter McCrone ya defendió en 1973: la tinta contenía anatasa, sustancia que no se sintetizó hasta 1917 y no apareció en las tintas hasta 1923. «Es la prueba definitiva de que el mapa se dibujó después de 1923», sentenció Clark.
¿Quién lo falsificó? La historiadora noruega Kirsten A. Seaver apunta al jesuita y cartógrafo alemán Joseph Fischer, defensor de que los nórdicos evangelizaron América antes que el navegante genovés. Lo argumenta en una obra de 1902 y hasta firma un artículo sobre mapas falsos del Renacimiento. Según la investigadora, compró dos libros del siglo XV en una subasta en la década de 1930. Así obtuvo el pergamino, en el que luego dibujó la prueba de que el descubrimiento del nuevo mundo fue un logro cristiano, como puntualiza el texto: «Eric, legado del Observador Apostólico y obispo de Groenlandia y las regiones vecinas, llegó a esta verdaderamente inmensa y muy fértil tierra, en el nombre de Dios Omnipotente». Para Robert W. Karrow, especialista en mapas de la Biblioteca Newberry de Chicago, Fisher reunía el motivo, el medio y la oportunidad. «Estaba en el lugar idóneo, en el momento idóneo y disponía de la información necesaria. Todo cuadra».
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