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Espejo de irrealidad
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Hubo una revolución óptica que se extendió desde los objetos al paisaje. Sucedió hace casi seis siglos y sus abanderados fueron Jan van Eyck y el retablo más obsesionante de la Historiabegoña gómez moral
Viernes, 29 de mayo 2020, 20:01
Hay veinte pestañas en el párpado inferior izquierdo de Baudouin de La-nnoy y cada una es distinta. Algunas son trazos firmes y cargados de pigmento, otras, apenas una sombra diluida. Poder hacer eso con el óleo es una de las conquistas otorgadas a Jan van Eyck, uno de los primeros en advertir la capacidad de sugestión de la nueva pintura al aceite. Vasari incluso creyó que había inventado el medio, aunque no era cierto. El óleo llevaba al menos diez años en algunos talleres europeos. Pero Jan van Eyck –y quizá también su hermano 24 años mayor, Hubert, del que no se sabe nada excepto que la pintura de ambos es indistinguible y conforman «dos mentes y un solo pincel»– emprendió una investigación personal sobre imprimaciones, diluyentes y barnices.
Ese retrato sobre tabla, que consigue plasmar en tamaño poco mayor que un folio un agudo perfil sicológico, se lo encargó Lannoy en 1435, cuando le otorgaron el toisón de oro por sus méritos como embajador para la corte del archiduque de Borgoña. Forma parte de un proyecto de ocho años que culminó en febrero: la restauración del Políptico de Gante, que la ciudad belga celebró con una exposición que ha sido víctima de la Covid-19. La propia grandeza del proyecto, que contaba con préstamos improrrogables, le ha obligado a cerrar antes de tiempo y a devolver más de tres millones de euros en entradas ya adquiridas.
Como sucede a menudo con los artistas más conocidos –y en este caso hablamos de un pintor que aparece en los libros de texto de medio mundo–, se echaba de menos lo que faltaba. Incluso habiendo conseguido reunir la mitad de cuanto pintó (13 de 20 obras en total), era imposible no advertir que 'El matrimonio Arnolfini' se había quedado en Londres. El retrato doble del comerciante italiano con «el rostro menos italiano que se pueda imaginar» y su esposa, que no se llamaba Giovanna Cenami, que no estaba embarazada ni lo estuvo nunca y que quizá incluso muriese antes de llegar a casarse, no abandonó la National Gallery. Tampoco salió del Louvre 'La virgen del Canciller Rolin', una maravilla no solo óptica que acaricia la mirada desde los detalles en el manto bordado de la madona y la mínima arruga en la cabeza tonsurada de Rolin hasta perderse en la distancia de la perspectiva aérea sobre el río. Casi seis siglos más tarde, es difícil creer que sea solo un trozo de madera y que la brisa no volverá en cualquier momento las páginas del devocionario que descansa en las rodillas del donante.
La ausencia de esas obras, responsables de hacer de Jan van Eyck el paradigma que es, también se puede tomar como ventaja. Proponía conocerlo lejos de tópicos y conectar de otro modo con el legado de un artista excepcional.
El Políptico bastaba para echar campanas al vuelo, en concreto los paneles exteriores. El interior también se ha restaurado, pero las tablas centrales, mejor conocidas por el público al ser visita imprescindible en la ciudad, regresaron inmediatamente a la catedral de San Bavón, apenas a unos cientos de metros del Museo de Bellas Artes de Gante (MSK), que albergaba la muestra. El proceso de restauración fue en sí mismo un espectáculo. Los maestros que cuidan de los maestros trabajaron a la vista del público detrás de una pared acristalada que se construyó a tal efecto. Allí, por una vez a la altura de los ojos, fueron recobrando color y luz los paneles que forman esa cumbre del arte. Por supuesto, faltaba el celebérrimo panel robado, el de 'Los jueces justos', que, según una entre muchas leyendas, contiene la primera sonrisa de la pintura. Pero incluía la casi surrealista tabla principal. El enigmático cordero vertiendo sangre en un arco perfecto sobre el cáliz eucarístico representa el misterio central del catolicismo con la claridad esquemática que la religiosidad medieval requería.
Soñar con estar sin ropa entre gente vestida no suele ser bueno. Sin embargo, así quedaron para la eternidad Adán y Eva en el políptico más célebre de la cristiandad. Hasta San Juan Bautista parece que ha prescindido por una vez de la piel de camello, aunque en realidad la lleva, pero bien rematada, no en girones atados de cualquier manera como nos ha acostumbrado a verlo el dramatismo barroco. Además, a pesar de ir descalzo, el santo, que ocupa un lugar de privilegio en el Políptico por haber sido el primero en llamar a Jesús 'Cordero de Dios', luce un manto de un verde espectacular, no muy diferente al que Van Eyck escogería unos años más tarde para el vestido de la supuesta esposa Arnolfini.
Es un color que se abre paso por sí solo en la historia visual de Occidente. La forma de los pliegues denota paño de primera calidad, que el pintor debía conocer bien porque Brujas era una potencia textil que rivalizaba con Gante, Ypres y con el norte de Italia. Entre brocados, pieles, estolas y piedras preciosas tan diminutas como capaces de reflejar el orbe; entre los centenares de personajes que describe el libro del Apocalipsis 7:9, vestidos para la ocasión con el colorido intenso de las miniaturas, Eva y Adán han quedado apretujados en las esquinas sin nada para cubrirse más que la proverbial hoja de parra. No están en la base simbólica de la Iglesia, sino en los paneles superiores del retablo y son visibles solo cuando las puertas del retablo se abren, tal como hacían los clérigos de San Bavón en días de fiesta para asombro del público lego. La fruta en la mano derecha de Eva, que no es una manzana, sino un tipo de cítrico más fiel al Antiguo Testamento, ha permitido deducir que ambas figuras se muestran en el momento inmediatamente posterior a la ocurrencia de morder aquello. Esa representación de la humanidad pecadora en sentido universal conecta con el programa del Políptico: el perdón del primer pecado a través del sacrificio de Cristo, simbolizado en el cordero.
Aunque los paneles de Adán y Eva aún no se han restaurado, la capa de barniz donde habrán nacido y muerto generaciones de ácaros no consigue disimular la verdadera naturaleza de la revolución óptica de Van Eyck tal como la anunciaba el título de la exposición. El realismo de los desnudos sirve para poner en marcha su juego favorito: la sugestión ilusionista que consiste en colocar las dos figuras en esos espacios estrechos, como santos en hornacinas, y empuja a los visitantes a verlas como esculturas. Pero hay algo más, con Van Eyck siempre lo hay, ya que pinta el pie de Adán como si sobresaliera del marco: espacio simbólico y mundo real conectados por un dedo gordo.
Los temas bíblicos del pecado y la salvación son inseparables en el arte medieval. Por eso es una sorpresa centenaria para algunos expertos que no haya alusiones a la Pasión en el Retablo de Gante. Sobre todo porque Van Eyck sí toma elementos de ese ciclo para otras obras. Aunque el original se ha perdido, la exposición reúne algunas copias contemporáneas de una crucifixión de su mano y todas siguen el esquema habitual de representar a Cristo en la cruz en el centro, con la Virgen y San Juan Evangelista a cada lado.
El pincel de Jan van Eyck se deleita en el lujo. A través de espejos convexos, joyas, frascos de cristal, alfombras y embaldosados captura la cultura material de principios del siglo XV. Esos objetos, esas rarezas estaban al alcance solo de los ciudadanos adinerados. Su manufactura y simbolismo, representados con delectación, permitían distinguirse a sus dueños. Eran auténticos signos de prestigio y riqueza; cuadros para tener bien visibles en los hogares borgoñones. Un candelabro o una jofaina eran para Van Eyck oportunidad para dar un paso más en la técnica pictórica a la vez que demostraba sus conocimientos de óptica. La perfección empezaba en la selección de la madera, en el poro más cerrado del roble, en la investigación constante de imprimaciones para proyectar la saturación del pigmento, en la enésima veladura y en cada una de veinte pestañas.
El mismo Van Eyck gozaba de éxito y era pintor oficial en la corte del archiduque Juan el Bueno, para quien llevó a cabo también tareas diplomáticas. Se cree que en 1426 fue enviado en una misión a España. Más adelante, viajó junto a Lannoy con la tarea de traer al gobernante –dos veces viudo y sin herederos– noticia y el consiguiente retrato de su nueva prometida, la infanta Isabel de Portugal. La corte borgoñona era viajera y Van Eyck residió en Lille durante un tiempo. Después, a partir de 1431, prácticamente no salió de Brujas hasta que falleció en 1441. Sorprende saber que todas sus obras datadas pertenecen a esa última década de su vida. Sobre el periodo anterior apenas se tienen certezas. Ni siquiera está del todo confirmado que naciese en 1390 o que –igual que Hubert– viniese al mundo en Maaseik. A efectos demostrables, su vida comienza cuando se instala en Brujas. Allí adquirió una casa y tuvo dos hijos, fruto de su matrimonio con Margarita, de quien también pintó un retrato en 1439. La ciudad de los puentes era el centro cultural de Flandes y el cruce comercial con Castilla, los ducados del norte de Italia y el resto del mundo. Desde las pieles de Nóvgorod al bacalao noruego y el ámbar prusiano, el lujo pasaba a diario por su puerta.
Una de las innovaciones más llamativas de Jan van Eyck no está en la pintura, sino en la conciencia de sí mismo. En eso, de nuevo, se adelanta décadas a otras personalidades como Durero. No es solo que firme sus pinturas o que declare 'Jan van Eyck estuvo aquí' en el 'Matrimonio Arnolfini'; su verdadero lema sería 'lo hice lo mejor que me fue posible', como escribió en varias tablas. Lo mejor que podía era mucho y lo demostraba también en la forma de representar el espacio. Los detalles y materiales merecían tanta atención como la perspectiva, la arquitectura y el paisaje. En las escenas urbanas que a menudo le servían de fondo, Van Eyck combinaba sucesos bíblicos con escenarios reales y elementos imaginarios. Esta restauración ha permitido demostrar, por ejemplo, que las torres de la catedral de Utrecht no son un añadido del siglo XVI, como se pensaba, sino que Van Eyck en persona las puso ahí: la prosa descriptiva en mitad del misticismo. Con esa alquimia, que le sirvió para fascinar a sus contemporáneos y a cualquiera que haya vivido después, compuso un mundo más real que la realidad y tan deslumbrante como ficticio.
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