El Dorado

El Descubrimiento funde dos utopías: la de la vieja Europa que necesita consolidar y expandir su poder e influencia y llenar sus arcas; y la de la historia, pueblos, dioses, costumbres, riquezas, ejércitos y cultura del desconocido continente. Entreteje objetivos políticos, económicos, bélicos, estratégicos, religiosos, lingüísticos, sociológicos, y relaciones de dependencia, interés, influencia y prestigio. Y se confunde con El Dorado, que nadie vio pero del que todo el mundo hablaba. Sobre todo tras el hallazgo en 1534 de Cuzco, la ciudad inca con forma de jaguar y edificios forrados de oro que refulgía al sol.

Hay quien defiende que, si juntáramos todo el oro y la plata que las coronas europeas esquilmaron del continente americano durante su conquista y colonización, comprobaríamos que, de algún modo, El Dorado existió. Y reapareció en el siglo XX, en Estados Unidos, la tierra de las oportunidades para los esclavos emancipados en 1863 tras la Guerra Civil, libres pero sin recursos, y para una Europa asolada por la hambruna de la patata y la Primera Guerra Mundial. EE UU emergió como una brillante promesa de futuro que atrajo oleadas migratorias: irlandeses, italianos, alemanes, húngaros, británicos, polacos… Era la imbatible utopía del progreso. La auspiciaban los grandes avances científicos y tecnológicos que impulsaron la industria y la economía norteamericana. Todo se hundió con el Crack de 1929, y una vez más el sueño se convirtió en pesadilla: hambre, paro, pobreza…