Domesticar a los genios
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Un libro de Luca Ciammarughi revisa el éxito de la escuela soviética de pianistas sin olvidar el drama personal que muchos vivieronProbablemente fue lo más parecido que pueda existir a una fábrica de genios. La escuela soviética de pianistas produjo durante algo más de medio siglo una cantidad sin igual de intérpretes de altísimo nivel, que entusiasmaron al mundo entero. Fueron el fruto de una ... tradición poderosa, que hundía sus raíces en el siglo XIX, y de un sistema puesto en marcha en los primeros tiempos de la URSS por el comisario Anatoli Lunacharski. Mediante la nacionalización de los conservatorios, la creación de escuelas musicales para niños de 7 a 13 años en cada barrio de las grandes ciudades y la formación de numerosos maestros, consiguieron producir tres generaciones inmensas de pianistas. La lista es enorme: Richter, Gilels, Lupu, Gavrilov, Pletnev, Berman, Ashkenazy, Bashkirov, Ugorski, Virsaladze, Postnikova, Leonskaja, Alekseev, Sokolov, Bronfman, Demidenko, Kissin, Volodos, Luganski, Matsuev y algunas decenas más de intérpretes no tan conocidos, en muchos casos porque nunca fueron autorizados a salir de la URSS. Porque esa era la otra cara de la moneda. El país con la mejor escuela pianística era también una cárcel donde había castigos, celdas de aislamiento, chivatos e intercambio de favores.
De todo ello habla Luca Ciam-marughi en 'El piano soviético' (Fundación Scherzo y Antonio Machado Libros), un repaso por la historia que va de la Revolución de Octubre a la descomposición de la URSS, centrada en el importante papel que los pianistas tuvieron para la cultura soviética y también como forma de propaganda del régimen.
Porque resulta paradójico que a diferencia de Lenin, que vio que el cine era un gran instrumento de propaganda, Stalin prefirió utilizar a los pianistas para ello. Pero antes incluso de que terminara con la libertad creadora que Lunacharski había hecho posible -y que había admirado a no pocos intelectuales occidentales que visitaron la URSS-, algunos músicos ya habían salido apresuradamente del país. Stravinski estaba fuera cuando triunfó la Revolución pero volvió muy pocas veces y en rápidas visitas. Rachmaninov se marchó en las primeras semanas. Durante el resto de su vida tuvo secretarios, cocineros y ayudantes rusos y organizaba fiestas y reuniones con otros emigrantes como él, pero jamás regresó. Medtner vivió sofocado por la falta de libertad e incapaz de subsistir con lo que le pagaban por sus conciertos (en 1921, en uno en Moscú, cuenta Ciammarughi, le dieron un poco de mantequilla, unos trozos de carne y unos terrones de azúcar). Horowitz se fue cuando a su familia se lo quitaron todo. Cher-kassky huyó después de haber tenido que quemar los muebles del palacete familiar porque no le daban combustible para la calefacción.
No solo era un problema de subsistencia física. Neuhaus, que fue profesor de Richter, Gilels y tantos otros, estuvo ocho meses encarcelado en la Lubianka por criticar el pacto Ribbentrop-Mólotov. A Berman le propusieron que organizara encuentros en su casa con otros músicos y pasara informes de lo que allí se decía, en especial de los comentarios de Rostropovich. El propio Berman contaba que a dos de sus profesores les acusaron de falta de patriotismo por sugerir a sus alumnos que cantaran lieder de Brahms en alemán y tocaran piezas del 'traidor' Medtner.
Los dos casos más llamativos son los de los gigantes del pianismo soviético: Sviatoslav Richter y Emil Gilels. El primero, un ídolo en Occidente, vivía tan encerrado en sí mismo y en la música, que apenas le afectaba cuanto sucedía a su alrededor. Además, el régimen le permitía algunas cosas, como la homosexualidad (Lenin la había despenalizado pero Stalin volvió a ilegalizarla). Gilels nunca se rebeló contra las imposiciones -muchas de ellas incomprensibles incluso vistas desde la mentalidad obtusa de las autoridades de la época- pero intercedió a favor de muchos de sus colegas. Nunca generaciones tan excelentes tuvieron a tantos artistas traumatizados.
Para poder dar conciertos en el extranjero, los pianistas debían solicitar un permiso que se concedía solo si eran bien vistos por el Kremlin. Luego hasta los más leales iban siempre acompañados por funcionarios que los seguían a todas partes (con frecuencia incluso compartían habitación de hotel) para evitar que se quedaran a vivir en Occidente. Ashkenazy cuenta cómo ese vigilante era a veces el intérprete, otras el director de la gira y en algunos casos un ayudante que le ponían sin haberlo pedido. Cuando, pese a la compañía, alguien conseguía escapar, su memoria se borraba en la URSS. En su caso, retiraron su nombre de los ganadores del premio Chaikovski. En el de Gravrilov, destruyeron las cintas con sus grabaciones.
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