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Lecturas

Dolor y dignidad

javier sagastiberri

Sábado, 21 de agosto 2021, 00:10

Asís Artolabe se acercó a la iglesia de Las Mercedes un poco más tarde de las siete para así evitar encuentros no deseados, ya que esperaba una despedida multitudinaria. Cuando observó que no había ni veinte personas en el funeral lamentó su impuntualidad y tuvo ... la desagradable sensación de que había traicionado al maestro.

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La visión de la iglesia vacía le entristeció: Dimitri no se merecía eso. Él esperaba encontrar mujeres de todas las edades, las antiguas alumnas del viejo profesor. No vio a ninguna y sintió rabia y dolor y volvió a pensar que Dimitri no se merecía aquel olvido.

Él no había dudado ni un instante: aquellos días bailaba en París y, en cuanto recibió la llamada de su madre, se puso en camino. Por respeto a ella no durmió en la casa familiar, sino que se hospedó en el Carlton. Y entendió que su madre no lo acompañara: temía la reacción de su marido. Juan Artolabe no podía soportar la visión del mariconazo de su hijo, pensó con amargura; nunca pudo superarlo. Y lo que más jodía a su padre, por encima de la condición homosexual de Asís, era su amaneramiento. El cuerpo del niño no obedecía reglas y siempre se había movido como si fuera la caricatura de una mujercita. Su padre no soportaba eso. Había llegado a gritarle de la forma más grosera delante de todos: «Con tu culo, haz lo que quieras, pero ¿no podías mover las manos de una manera más normal para que se te notara un poco menos lo maricona que eres?»

Asís era incapaz de decir cuándo había empezado a mover las manos con gesto teatral. De hecho, él no era consciente de hacerlo así, ese conocimiento le venía porque su padre y su hermano Nacho, el psicópata de Nacho, se lo recordaban continuamente. Había intentado jugar al fútbol, empuñar pistolas y otros gestos varoniles, pero Nacho se partía de risa y llamaba al padre sin que él se enterara para que desde lejos contemplara con desprecio cómo corría, o cómo disparaba, o sus poses de mariquita cuando quería evitar un balonazo. Con gran esfuerzo, ya desde niño, aprendió a controlarse, pero para ello tenía que estar tenso, concentrado, porque en cuanto se despistaba y volvía a sus gestos naturales, le salían otra vez los movimientos femeninos. Por fortuna, esa disciplina del gesto, ese interés que tuvo que poner desde niño para conocer su cuerpo, medir sus movimientos y cualquier desplazamiento, tuvo sus frutos: lo convirtió en un bailarín cotizado de danza clásica.

Fue la única vez que realmente se enfrentó a su padre. Y, por lo que él sabía, fue también la única vez que su madre tuvo el coraje de enfrentarse a él. Era algo que nunca olvidaría, algo por lo que siempre estaría agradecido a su madre, pues con su valentía enderezó el destino de su hijo, de tal manera que la disciplina de la danza, lo que ese arte significó para la formación de su personalidad, le sirvió para ser aceptado por el mundo hostil que le rodeaba e incluso para aceptarse a sí mismo. Si no llega a ser por la danza y si no llega a ser por Dimitri, el viejo bailarín que con el tiempo se convirtió en su verdadero padre, no habría cruzado la barrera de los 16 años; antes de esa edad se habría arrojado a las vías, tal era su estado de ánimo durante la adolescencia.

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Intentó concentrarse en la ceremonia, que discurría de forma rutinaria, pero pronto desistió. El sermón fue corto y ausente de cualquier sentimiento y tuvo la sensación de que él era el único que lloraba por el viejo profesor. Decidió que era un homenaje más sincero hacia su maestro concentrarse en sus recuerdos que escuchar las descoloridas palabras de un cura que ni siquiera había conocido al muerto.

Recordaba con orgullo la primera vez en que Dimitri se fijó en él. Asís tenía doce años, y era un chaval no muy alto, pero esbelto, guapo como su padre, al que se parecía demasiado en sus facciones para gusto de este, y con un dominio del cuerpo y de sus gestos y de las consecuencias de esos gestos en el espacio que su profesor, al contemplarlo ya los primeros días, calificó de sobrenatural.

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Asís era incapaz de decir cuándo había empezado a mover las manos con gesto teatral

Dimitri contemplaba los esfuerzos de aquellas niñas de Neguri que intentaban de forma infructuosa imitar de Cristina un paso denominado assemblé, el cual precisaba de una coordinación perfecta de ambos pies, ya que, partiendo de posiciones muy diferentes, estos terminaban bajando a tierra, tras el salto, de forma simultánea.

- No os preocupéis, al principio es duro y difícil, pero con la repetición y con dolor, en la danza el dolor es fundamental, conseguiréis hacerlo como Cristina -dijo, para animar a las niñas.

- Yo creo que sabría hacerlo: no parece tan difícil -se atrevió a decir Asís.

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Dimitri lo miró con interés y con algo de sorna. Ordenó a las alumnas que se apartaran y se acercó al muchacho.

- Eres hermano de Beatriz Artolabe ¿n'est pas? Tu hermana no es de las mejores, por lo que dudo que tú seas capaz de hacer lo que has dicho.

Asís se descalzó. Ese día llevaba un pantalón de chándal que le permitía realizar cualquier ágil movimiento. Saludó a Dimitri y a Cristina, después saludó a las niñas provocando sus risitas, salvo la de su hermana, que estaba abochornada y, casi sin pensarlo, realizó el movimiento al primer intento y con una perfecta ejecución. Adoptó para terminar la pose denominada de quinta posición.

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- ¡Mon Dieu! -exclamó Dimitri-, has hecho trampa, esto lo has preparado en casa.

- No -Beatriz salió en defensa de su hermano-. Nunca lo había hecho, estoy segura.

Dimitri se quedó pensativo y se dirigió a Asís con una severidad en la mirada que nadie le había conocido hasta entonces.

- Intenta seguirme -fue lo único que le dijo, y empezó a bailar, combinando saltos y rotaciones con paradas, para dar tiempo a que Asís lo imitara. Con estupefacción, pudo comprobar cómo el muchacho calcaba grácilmente sus movimientos, sin apenas mostrar la más mínima vacilación.

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- Mon Dieu -volvió a repetir-. C'est un miracle.

Asís experimentó por primera vez en su vida la sensación de que él no era un error de la naturaleza, como todos los días se lo recalcaba su hermano Nacho, sino un artista, alguien que podía ser incluso admirado por los demás gracias a sus cualidades naturales. El gozo interior que le proporcionó esa sensación fue lo que le dio fuerzas para hablar con su madre. Tuvo que insistir para que se presentara en la Academia de danza y escuchara a su director.

- Mire, tiene usted la suerte de haber dado a este mundo un prodigio; le aseguro que Asís es un prodigio, y sería un crimen de lesa humanidad ¡Mon Dieu! que usted no dejara que su hijo desarrollara su don.

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- Pero ¿es tan bueno?

- No, todavía no es bueno. Pero tiene lo más importante -dijo el viejo director, levantando teatralmente los brazos hacia el cielo-, tiene el don divino, y todavía está en una edad en la que ese don puede convertirse en un regalo para nuestros ojos, para los ojos de toute l'humanité.

Asís se emocionó al escuchar esas palabras, y observó que probablemente su madre estaría sintiendo por dentro algo parecido. Ese día decidió dedicarse a la danza y otra cosa más: decidió que ella y Dimitri fueran sus verdaderos padres.

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La danza no le solucionó todos los problemas: su padre no dejó de despreciarlo y Nacho siguió martirizándolo, y en el colegio tuvo que soportar hasta el límite de sus fuerzas, hasta que ya no podía más, la crueldad de los niños y adolescentes hacia el que es diferente. Muchas veces pasó por su cabeza acabar con todo, parar aquella sensación de angustia desapareciendo, arrojándose a las vías para que el tren rompiera su cuerpo y acabara ya con aquella diferencia. Pero cuando se hundía, cuando lo único que le tentaba era realizar el último salto de perfecta ejecución desde el andén segundos antes de que un tren atravesara el espacio sin tiempo para evitar el golpe, volvía a oír la voz de Dimitri:

- No, mon Dieu, ese salto no es digno de ti, tienes que mejorar hasta la excelencia, y esta solo se logra, mon petit Asís, con dolor, con mucho dolor ¿te lo tengo que volver a repetir?

Dimitri le había mostrado todo: la técnica de los grandes, la pasión por el gesto exacto, la elegancia en escena, pero la principal enseñanza, la que realmente le salvó la vida, fue la constante mención de su maestro al dolor, de tal manera que podía considerarlo un sacerdote de la religión del sufrimiento, así se lo comentaba Asís al maestro, y este se reía.

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El sermón fue corto y tuvo la sensación de que él era el único que lloraba por el viejo profesor

Esa alusión frecuente al dolor que Asís consideraba que no era una pose teatral, a pesar de los gestos de loca con la que solía acompañarla, era el gran hallazgo de Dimitri: «Sólo se llega a la excelencia por el camino del dolor», repetía frecuentemente; «convierte tu dolor en tu fortaleza» era otra de sus máximas favoritas, y Asís siempre había seguido ese precepto. El dolor, además, era algo que hermanaba entre sí a los que eran como ellos, los diferentes, y convertía en dignidad y orgullo lo que muchos veían como unas poses afectadas y cursis, ridículas y afeminadas: «El dolor nunca es ridículo, mon ami, por eso debemos cultivarlo», repetía Dimitri continuamente.

Y descubrió que esa asunción del dolor como una carga de la vida, que debía llevar con orgullo, le servía para mirar directamente a los ojos de su padre, y muchas veces conseguía que este apartara la mirada, y no siempre era por la vergüenza que sentía al ver a su hijo; a veces, así lo percibía, era por temor.

Asís abandonó la iglesia en cuanto finalizó la ceremonia y decidió dar un paseo por el muelle antes de volver a Bilbao. Necesitaba despejarse y necesitaba asimismo enterrar sus recuerdos, ya que la muerte de Dimitri podía convertirlo de nuevo en un huérfano asustado, si no se esforzaba en evitarlo.

Esa sensación se acentuó cuando descubrió a su hermano Nacho y al tarado de Berto Bosós a unos cincuenta metros por delante de él. Su cuerpo recordó las palizas que le solían propinar a la salida del colegio y su primer impulso fue darse media vuelta para evitar más dolor.

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En ese momento un anciano que le recordó a Dimitri miró a la pareja con detenimiento, casi con descaro. Asís sonrió, pues le pareció estar asistiendo a una nueva clase del viejo profesor. Dolor y dignidad. Respiró profundamente y caminó con determinación, decidido a enfrentarse a su hermano y ajustar por fin cuentas con todos los fantasmas de su pasado.

Funcionario y escritor. Ha publicado varios cuentos en EL CORREO y cuatro novelas en Editorial Erein, que tienen como protagonistas a las ertzainas Itziar Elcoro y Arantza Rentería. Los personajes de este relato aparecen en su novela de próxima aparición '¿Quién mató a Juan Artolabe?'

javier sagastiberri

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